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Ocio y Cultura 22/01/2023 · Diego Fernández

10 artículos del libro 'No me cogeréis vivo' de Arturo Pérez-Reverte

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"Este libro recoge los artículos publicados por Arturo Pérez-Reverte en la revista El Semanal desde finales del año 2001 hasta el 2005."

"... Esta página no puede escribirse con bisturí. Carezco de talento para eso. Los ajustes de cuentas se hacen empalmando la chaira y acuchillando en corto, a lo que salga. En poco más de un folio, y con este panorama, uno pelea y apenas tiene tiempo de mirar a cuántos se la endiña. Sigue adelante, y que el diablo reconozca a los suyos. La justificación es que nadie me obliga, ni vivo de esto. Que podría firmar un libro cada dos años y observar la vida desde el escaparate de una librería. Pero ya ven. Unos domingos me divierto horrores, otros me desahogo, y otros digo en voz alta, o lo intento, lo que algunos no tienen medios para decir. Sin embargo, no es posible quedar bien con todos. Aquí no caben florituras ni sutilezas, si vas a lo que vas. Y menos en esta triste España, donde la gente sólo se da por aludida cuando le pateas los cojones. Pero mochar parejo trae daños colaterales.

Víctimas inocentes. La justificación es que uno da la cara y se la juega sin red, sin Dios ni amo, en vez de llevárselo muerto por poner la foto y marear la perdiz, o por hacerle a los demagogos y mangantes que cortan el bacalao -o a quienes pretenden cortarlo- un francés con todas sus letras..."
- Arturo Pérez-Reverte.

Arturo Pérez-Reverte

1. La foto del abuelo

Date prisa, Elenita -sé que él te llama Elenita-, porque mañana o pasado ya no estará ahí. Ahora lo miras y te da pena, y a veces te cabrea, o te es indiferente, o qué sé yo. Cada cual es cada cual. Hay días en los que estás harta de ese viejo coñazo que se queda dormido y ronca durante el videoclip de madonna, o se lo hace fuera de la taza porque le tiembla el pulso, o fuma a escondidas cigarrillos que roba del paquete que tienes en un cajón de tu cuarto. A lo mejor te preguntas por qué sigue en casa y no lo han llevado a una residencia, donde los ancianitos, dicen están estupendamente. Y la verdad es que a veces se pone pesado, o no se entera, o se le va la olla como di estuviera en otro siglo y en otro mundo. Y a ti te perece un zombi. Si. Eso es lo que parece tu abuelo. 
No voy a decirte cómo sé todas esas cosas de ti, aunque a lo mejor te lo imaginas. Yo nunca me berreo, como dice mi colega Ángel Ejarque, alias - sé lo que me digo- El Potro del Mantelete, que por cierto acaba de ser abuelo por segunda vez. El caso es que lo sé; y estaba la otra noche comentándoselo en el bar de Lola a mi amigo Octavio Pernas Sueiras, el gallego irreductible, que a estas alturas -cómo pasa el tiempo- aprobó lo que le quedaba y ya es veterinario. Y Octavio apartó un momento los ojos del espléndido escote de la dueña del bar, le pegó otro viaje al gintonic de ginebra azul y me dijo pues cuéntaselo a esa hijaputa, oye. A tu manera. Y ya ves. Aquí me tienes, Elenita. Contándotelo. 
Ese viejo estorbo que tienes sentado en el salón está ahí porque sobrevivió a una terrible epidemia de gripe que asoló España cuando él nacía. Creció oyendo los nombres de Joselito y de Belmonte, y lo sobrecogieron las palabras Annual y Monte Aruit. Después, con diecipocos años, formaba parte de la dotación del destructor Lepanto cuando el Gobierno de la República mandó a ese barco a combatir a las tropas rebeldes que cruzaban el Estrecho. Vivió así los bombardeos de los Junkers de la legión Cóndor, estuvo en el hundimiento del crucero Baleares, y en la sublevación de Cartagena fue de los que aquella mañana lograron incorporarse a sus buques esquivando a las patrullas sublevadas del cuartel de Artillería. Luego, con la derrota, se refugió en Túnez, donde fue internado. De allí pasó a Francia justo a tiempo para darse de boca con la Segunda Guerra Mundial, cuando miles de exiliados españoles no tenían otro camino que dejarse exterminar o pelear por su pellejo, Él fue de los que pelearon. Apresado por los alemanes, enviado a un campo de exterminio en Austria, se fugó, regresó a Francia y -de perdidos al río- pudo enrolarse en el maquis. Mató alemanes y enterró a camaradas españoles muy lejos de la tierra en que habían nacido. Liberó ciudades que le eran ajenas con banderas que no eran la suya. Cruzó el Rhin bajo el fuego, y en las montañas del Tirol, en el Nido del Águila de Adolfo Hitler, se calzó una botella de vino blanco en memoria de todos los que se fueron quedando en el camino. Luego trabajó para ganarse el pan, y al cabo de veinte años de exilio regresó a España. Hubo mujeres que lo amaron, hombres que le confiaron la vida, amigos que apreciaron su amistad. Tuvo momentos de gloria y de fracaso, como todos. Humillaciones y victorias. Se equivocó y acertó miles de veces. Tuvo hijos y nietos. Fue como somos todos: ni completamente bueno, ni completamente malo. Ahora, cuando ve a una pareja que se besa en la puerta de un bar, o un hombre joven que camina dispuesto a comerse el mundo, piensa: yo también fui así. Y a veces, cuando te escucha, o te observa él sabe y tú no, y daría lo que fuera por poder enseñártelas y que te sirvieran de algo, y evitarte aunque fuera una mínima parte del dolor, del error, de la soledad, de los muchos finales inevitables que tarde o temprano, en mayor o menor medida, a todos nos aguardan agazapados en el camino. A veces, cuando va clandestinamente, de puntillas, en busca del tabaco que los médicos y tus padres le niegan, se queda un rato registrándote los cajones. No por curiosidad entrometida, sino porque allí, tocando tus cosas, te comprende y te reconoce. Se reconoce a sí mismo. Y se recuerda. Hay una foto que te dio hace tiempo y que tú relegaste al fondo de un cajón, y que tal vez le gustaría encontrar en un marco, en algún lugar visible de ese cuarto: él en blanco y negro, con veinticinco años -era guapo tu abuelo entonces-, un fusil al hombro y uniforme militar, junto a un camión oruga norteamericano, en un bosque que estaba lleno de minas y en el que peleó durante tres días y cinco noches. 
Ese viejo inútil que se queda dormido frente al televisor en el salón de tu casa. O a lo mejor no es exactamente él, sino otro cualquiera; y aunque su historia sea distinta, en realidad se trata de la misma historia, que también es y será la tuya. Quién sabe Elenita. Quién sabe. 
El Semanal, 04 Noviembre 2001

2. El picoleto

En la sierra de Madrid anochece gris, brumoso y sucio. Llevo todo el día dándole a la tecla y me apetece estirar las piernas, así que me enfundo la cazadora de piloto del Güero Dávila y salgo a dar un paseo. Cae una llovizna fría, y el agua en la cara me espabila un poco cuando bajo hasta el bar de Saturnino, que está junto a la carretera, en busca de un café. El camino pasa por la iglesia, en cuyo porche me entretengo un rato con don José, el párroco, que está allí con su eterna boina, como un centinela en su garita. Qué te parece lo de ese pobre chico, dice. Y me cuenta. Hace sólo unas horas, muy cerca de aquí, dos heroicos gudaris han asesinado a un joven guardia civil cuando éste se llevaba la mano a la visera de la teresiana para decir buenas tardes. Hablamos un rato del asunto, el páter me cuenta los detalles que ha oído en la radio, y luego me despido y sigo mi camino bajo la lluvia. 
Cuando llego al bar, llueve a cántaros. Digo buenas tardes, me apoyo en la barra sacudiéndome como un perro mojado, y pido un cortado con leche fría. Saturnino, que es grande y tripón, deja la partida de mus y pasa al otro lado del mostrador mientras sus contertulios aguardan, pacientes. En la tele, sin sonido, hay un concurso idiota; y en la radio Rocío Jurado canta como una ola, tu amor llegó a mi vida, como una ola. Enciendo un cigarrillo. Junto a mí, en la barra, están cinco albañiles de las obras cercanas; son tipos duros, de manos rudas, manchados de cemento y yeso. Fuman y beben cubatas y carajillos de Magno mientras comentan lo del picoleto muerto, a su estilo: nada que ver con las tertulias políticamente correctas que uno escucha en el arradio ni con los circunloquios del Pepé y el Pesoe. Por lo menos, comenta uno de ellos, un etarrata se llevó lo suyo. Y lástima, añade el otro, que no le dieran un palmo más arriba, al hijoputa. En los sesos. Ése es el tono de la charla, así que tiendo la oreja. Otro cuenta cómo el segundo guardia, herido en el brazo derecho, aún tuvo el cuajo de seguir disparando con la izquierda. Y el del paraguas, añade otro. Ése que pasaba de paisano y corrió a ayudarlos con el paraguas de su mujer como arma. Compañerismo, opina un tercero. Y huevos, apunta otro. Sabe Dios cuántos guardias civiles han muerto ya con esto de ETA, dice alguien. La tira, confirman. Ha muerto la tira. Y ahí siguen, los tíos. Aguantando mecha sin decir esta boca es mía. ¿Os acordáis de sus hijos muertos en las casas cuartel? 
Me quedo oyéndolos un rato mientras doy unos tientos al café infame de Saturnino. A veces son como son, comenta un albañil. Tarugos de piñón fijo. Pero hay que reconocer que siempre están donde tienen que estar. ¿No? Martínez, les dicen, ponte ahí hasta que te releven. Y Martínez no se mueve de ahí aunque se hunda el mundo o lo maten. Por ciento ochenta mil pelas al mes que cobran. Y sin sindicatos, que tiene guasa la cosa. Eso vale algo, dice otro. O mucho. La prueba es que la gente dice que tal, cual; pero cuando tienes un problema, ni Gobierno ni rey, ni leches. De los únicos que de verdad te fías en España es de la Guardia Civil. Los cinco siguen un rato comentando el asunto. Y en ésas, como si estuviera preparado, se para afuera un coche verde blanco con pirulos azules. Por la ventana veo como salen dos guardias; otro empuja la puerta y entra. Es un guardia joven y alto. Tal vez se parece al que acaban de matar. Hasta es posible que pertenezca al mismo puesto Villalba, o al vecino de Galapagar. El guardia dice buenas tardes, se quita la teresiana y viene hasta la barra. Un café, por favor, le pide a Saturnino. Solo. Al entrar se ha hecho un silencio. Los albañiles lo miran y hasta los del mus se olvidan de los duples y del órdago. Cuando tiene delante el café, el picoleto saca del bolsillo dos aspirinas, y se las traga con unos sorbos. Qué le debo, pregunta, echándose la mano bolsillo. Saturnino va a abrir la boca, cuando desde el grupo de los albañiles le hacen un gesto negativo. Está invitado, rectifica Saturnino. Por los caballeros. 
El guardia se vuelve hacia el grupo y mira un instante sus monos y ropas manchadas. Sus caretos masculinos y honrados, solemnes, sin afeitar, fatigados de todo el día en el tajo. Los cinco lo observan muy serios. Gracias, dice. Algún albañil inclina un poco la cabeza. Nadie sonríe ni dice una palabra. El picoleto se pone la teresiana y se va. Y yo me digo: me han ganado por la mano estos cabrones. Tenía que habérseme ocurrido. Ese café habría debido pagarlo yo. 
El Semanal, 12 Enero 2003

3. Poco cine mucho morro

Pues claro que el cine español ha perdido espectadores. Y más que va a perder, antes de que la última película se titule Cerrado por defunción. Hay menos rodajes, menos inversiones y menos ventas. Los de la industria nacional - digo industria por llamarla de algún modo- se quejan de que el celuloide se va al carajo, y de que las productoras norteamericanas se nos comen. Es verdad. Los gringos controlan televisiones y salas de cine; y, aparte de imponer modelos ideológicos y culturales, asfixian el cine europeo y español, hasta el punto de que los exhibidores se bajan los calzones y encima pagan el cafelito. Por eso la cinematografía hispana reclama medidas urgentes. Y yo me sumo. Pero la risa locuela me viene cuando oigo que esas medidas permitirían «competir en igualdad de condiciones con el cine estadounidense», y cuando productores y directores culpan a las televisiones de no invertir más en sus apasionantes proyectos cinematográficos. 
Menudo morro, el de mis primos. Sobre todo el de algún productor que conozco. Hay nobilísimas excepciones, por supuesto. Muchas. Gente que se rompe los cuernos para sacar adelante proyectos dignos, y a veces lo consigue. Pero otros tienen un hocico que lo arrastran. El cine se muere, dicen quienes ayer aún voceaban eufóricos el gran momento del negocio. Ahora no hay viruta, lloran. Todos al paro, etcétera. Y los periodistas del ramo, y algunos medios oficiales corean con palmas flamencas. Nada que objetar a eso. Pero lo que nadie dice es que algunos de esos productores que tanto sufren por la agonía del cine, a los que hace ocho o diez años conocimos tiesos como la mojama, se han hecho millonarios en poco tiempo gracias a esa industria que ahora agoniza. ¿El truco? Chupado. No se trata de hacer películas buenas, sino sólo de hacer películas. Lo mismo da que sean malas y baratas, aunque si son caras, mejor. También da igual que se estrenen o no, y que recauden filfa. No imaginan ustedes la cantidad de películas que en España se han rodado en los últimos años, y luego ni siquiera se estrenaron. 
Pero a pocos les importa, porque con el sistema de producción basado en financiación de televisiones y respaldo oficial, casi nadie puso en ellas un duro propio. Una película significa beneficio industrial para el productor espabilado que maneja dinero fácil: a veces, con sólo rodarla ya gana dinero. Y cuanto más se ahorre en guión, en actores, en dirección artística, en semanas de rodaje, mejor. Si luego va bien en los cines, chachi. Si no, Santa Rita y la culpa a los espectadores, que Hollywood les come el tarro y no apoyan el cine nacional. Y ese sistema, conocido y amparado por todo Cristo con la complicidad inevitable de quienes necesitan películas para trabajar, es el que funciona en el cine español. Así se explica que se ruede tanta caspa: unos cuantos listos extorsionando al estado y a las televisiones para forrarse sin que nadie proteste ni lo denuncie, mientras la gente que se juega con dinero propio las habichuelas y el futuro se pega leñazos de muerte y tiene que hipotecar la casa. 
Pero la culpa no es sólo de esa clase de productores que lloran por un cine que han matado ellos. Salvo honrosas y singularísimas excepciones, que el público agradece en taquilla, el perfil de la película española media es la historia anodina de un fulano y/o fulana que pasan hora y media diciendo obviedades entre planos larguísimos y gratuitos que aburren a las ovejas. Y encima pretenden que la gente pague por verlo. Eso, o la nonagésimoquinta plasta maniquea sobre la guerra civil, que no se cree nadie, nacionales malvados y republicanos bondadosos, con actores que no saben ni decir hola, en este país donde el guionista no existe o no le pagan, y donde cualquier tiñalpa de la tele se convierte, gracias a críticos de pesebre, en la revelación artística del año; mientras los pocos actores de verdad que van quedando tienen que buscarse la vida como pueden. Queremos cine como el francés, claman los de la presunta industria. Allí el público hace cola apoyando el suyo, mientras que el nuestro pasa mucho. Pero claro. Los gabachos, además de trincar, hacen Nikita, El Gran Azul, Capitán Conan, Chocota, Cyrano, La reina Margot, Los ríos de color púrpura, La cena de los idiotas, Doberman, Vidocq o El pacto de los Lobos, con actores como Juliette Binoche, Cassel hijo, Isabelle Huppert, Depardieu, Rochefort y Jean Reno. No te fastidia. Dale El puente sobre el río Kwai y toda la pasta del mundo a un productor de aquí. Que busque director, y luego te haga un guión y un casting. 
El Semanal, 16 Febrero 2003

4. Esta navaja no es una navaja

Qué cosas. Abro un diario y me topo con un titular inquietante: Menor detenido por matar a una turista. Hay que ver, me digo. Estos menores violentos, enloquecidos por la tele y los dibujos animados. Un chaval es autor del apuñalamiento, sigue la cosa. El menor homicida iba acompañado de un amigo. Porca miseria, pienso. Cada vez tenemos asesinos más jovencitos. Y es que, claro. Con tanto Matrix y tanto videojuego, así anda el patio. Niños psicópatas a troche y moche. Sigo leyendo: Al robarle el bolso y resistirse la mujer, el chaval zanjó el forcejeo con una puñalada. Pues vaya con el chaval, concluyo. Como para disputarle una bolsita de gominolas. Si uno es así de cabroncete en la tierna infancia, imagínate cuando sea mayor. Sigo leyendo, y más abajo me entero de que el menor era de origen marroquí, y ya había sido detenido antes: la cosa viene como perdida en el texto, y es evidente que el redactor, procurando no meterse en jardines racialmente incorrectos, ha situado la nacionalidad y la marginalidad del chaval –en lo de chaval insiste cinco veces– de forma casual, como de pasada. Comprendo esa cautela, aunque sea discutible: si destacar que el niño era marroquí puede interpretarse como asociación facilona de la inmigración con la delincuencia, también es cierto que diluir el dato, o camuflarlo en el texto, es sustraerle al lector una clave para comprender el suceso. Pero, bueno. Asumo que, en estos tiempos, y con lectores que no siempre son capaces de hilar fino, hay que asírsela –observen hasta qué punto refina ser académico de la R.A.E.– con papel de fumar. 
Total. Abro otro periódico y me encuentro una foto del chaval. Quiero decir del menor. Y el niño, que sale esposado, es un pedazo de moro más alto que los policías que lo trincan. Diecisiete años, dice el pie de foto. El nene. Interno en un reformatorio para menores con delitos graves, once meses por robo con intimidación, disfrutando del cuarto permiso de fin de semana. Lo demás, rutina: Madrid, dos jóvenes navajeros al acecho, una turista paseando –delante del palacio de las Cortes, por cierto, lugar peligroso de cojones–, tirón del bolso, la turista que no se deja, cuchillada, tanatorio. Suceso habitual en una ciudad, como en otras, donde la madera, escasa de medios y personal, maniatada por la infame lentitud de la Justicia y por el miedo a que los apóstoles de lo conveniente confundan eficacia y contundencia razonable con exceso policial, prefiere tocarse los huevos a complicarse la vida. Lo que me preocupa es que, en vez de limitarse a contarlo, y punto, diciendo que dos navajeros peligrosos acaban de cargarse a otra guiri, el redactor en cuestión, o sus jefes, o el director de su periódico, tengan tanta jindama a que los tachen de intolerantes y de racistas y de incitar a sus lectores a desconfiar de los inmigrantes, que prefieren marear la perdiz con circunloquios, rodeos y pepinillos en vinagre, repitiendo veinte veces lo de chaval, y pasando de puntillas por el origen marroquí. 
Escamoteando que las palabras delincuente e inmigrante, cuando van juntas, son uno de los principales problemas de seguridad en ciertas ciudades españolas. Y no porque los emigrantes sean delincuentes, ojo, sino porque nuestro egoísmo e imprevisión complican mucho las cosas. En el caso de los numerosos jóvenes marroquíes que cruzan el Estrecho, por ejemplo, pocos se ocupan de atenderlos, evitando que se busquen la vida a su aire. Y olvidamos que un inmigrante marginado y sin trabajo puede volverse muy peligroso en una sociedad opulenta, confiada en sus derechos y libertades, tan ostentosa y estúpidamente consumista como la nuestra, que él, con diferentes valores y afectos, no considera suya, y a la que ve como lugar hostil o territorio a depredar. Como un coto de caza lleno de tentaciones. Negar eso, disimularlo como si origen, cultura y ubicación social no tuvieran nada que ver, es alimentar el problema. Ni los inmigrantes deben ser acosados y expulsados, como dicen los cenutrios malas bestias, ni todos son angelitos negros de Machín. Tenga diecisiete o cuarenta años, tan hijo de puta es un navajero nacido en Badajoz como el que nace en Tetuán. Y lo históricamente probado es que una democracia se suicida cuando, en parte por culpa de los explotadores, los demagogos y los imbéciles socialmente correctos, los animales de la ultraderecha intransigente llenan sus mítines de votantes hartos de que los apuñalen para robarles el bolso. 
El Semanal, 13 Julio 2003

5. En brazos de la mujer bombera

Me pregunto qué habrá pasado con las bomberas murcianas. Hace unos meses, el concejal de Extinción de incendios de allí manifestó su empeño de que además de bomberos machos haya también bomberos hembra. «No pararé hasta que lo logre», afirmó públicamente el concejal en cuestión. La cosa venía de que, en las últimas oposiciones al asunto, entre seiscientos aspirantes a doce plazas se presentaron sólo seis mujeres, de las que cuatro renunciaron y las otras no pudieron pasar las pruebas físicas. Lo que me parece, con perdón, lógico. A fin de cuentas, lo del casco y la manguera y el hacha para romper puertas y los rescates colgado de una escalera o una cuerda no son cosa fácil, requieren cierta musculatura, y es normal que, salvo excepciones tipo Coral Bistuer, las tordas no estén a la altura. Lo que no quiere decir, ojo, que las mujeres no puedan o no deban ser bomberas, o bomberos, o como se diga; sino que lo normal, en un oficio que entre otras cosas requiere estar cachas, es que sean hombres quienes superen con menos esfuerzo las pruebas físicas. 
Tengan en cuenta que para las oposiciones bomberiles hay que realizar pruebas escritas con problemas matemáticos y temas legales y poseer conocimientos de carpintería, albañilería y electricidad, pero también es necesario superar pruebas que incluyen correr cien metros, correr mil quinientos, nadar cincuenta, levantar pesos, subir una cuerda, saltos de obstáculos y flexiones. Es natural que en esto último los hombres lleven ventaja. De cara a ciertos oficios, lo sorprendente sería lo contrario. A ver a quién iba a extrañarle, por ejemplo, que en unas oposiciones para luchador de sumo no saliera ninguna geisha. 
Pero a lo que íbamos. En vista de lo ocurrido, el concejal responsable de Extinción de Incendios anunció que conseguir mujeres bomberas era una de las prioridades vitales de su departamento, sobre todo teniendo en cuenta que en España sólo hay –o había en ese momento– una mujer bombera; así que a la ciudad tenía que corresponderle, por huevos, el honor de tener la segunda. Y si salía una tercera y una cuarta, pues mejor me lo pones. La cosa era poder decir: aquí apagamos con bomberas y bomberos. Murcia siempre a la vanguardia. Así que, para facilitar ese logro histórico, la solución anunciada por el concejal fue rebajar más el nivel de las pruebas físicas exigidas a las mujeres. Y digo más porque el nivel ya se había rebajado en la oposición anterior, y aún así no triunfó ninguna gachí. O sea, que ya no se trata tanto de apagar fuegos como de cuestión de cuotas. Porque tiene razón el concejal murciano: si en España tenemos feroces caballeras legionarias, que desfilan con la cabra y le mojan la oreja incluso a las tenientes O’Neil de Bush, que no están como nuestras rambas en unidades de combate de primera línea sino marujeando en transportes, comunicaciones y mantenimiento, a ver por qué carajo no vamos a tener bomberas. Y oigan. Si aún rebajando las exigencias físicas no sale ninguna mujer en la próxima oposición, pues se insiste. Se sigue bajando el nivel de exigencia hasta que se consiga, al fin, meter a una. Por lo menos. 
Ardo –adviertan el agudo juego de palabras– en deseos de que culmine la cosa, si es que no ha culminado ya. Así, cuando vaya a Murcia y se le pegue fuego al hotel Rincón de Pepe, entre las llamas y el humo vendrá a rescatarme una bombera intrépida. Me la imagino, y ustedes también, supongo, cogiéndome en brazos, yo agarrado a su cuello y corriendo ella sin desfallecer por los pasillos –aunque más me vale que el pasillo tenga sólo doscientos metros, que es lo que le habrán exigido a la bombera en las pruebas físicas–, apartando las brasas a patadas como una jabata, mientras nos caen alrededor vigas ardiendo y cosas por el estilo. Si eso lo hace un bombero macho, a ver por qué no puede hacerlo una pava. Luego me bajará sin pestañear y sin soltarme por una escalera de esas largas, y al llegar al suelo, como yo toseré, cof, cof, por el humo, encima se quitará el casco para hacerme la respiración boca a boca, porque aún le quedará resuello de aquí a Lima. Y después, como en todas las películas norteamericanas un minuto antes de que acaben, me preguntará: «¿Estás bien?». Guau. Qué fashion. Y todo eso gracias al concejal de Murcia. 
El Semanal, 07 Septiembre 2003

6. Santiago Matamagrebies

Que sí, hombre. Que sí. Me parece de perlas. A ver por qué diablos se han mosqueado algunos carcamales por el hecho de que el cabildo de la catedral de Santiago de Compostela, con buen criterio y admirable visión de la coyuntura, anuncie la retirada de la belicosa imagen del apóstol Santiago escabechando morisma: una talla de madera policromada del siglo XVIII en la que, con absoluto desprecio hacia la realidad multicultural, el respeto a la totalidad de etnias y la verdadera misión de los ejércitos españoles, que es hacer de oenegés y de Beba la Enfermera poniéndole tiritas a la gente cuando se hace pupa, representa al Hijo del Trueno en actitud neonazi, espada en mano, ejerciendo intolerable violencia racial contra el colectivo magrebí que en el siglo IX se buscaba la vida en Clavijo. Ya era hora, aplaudo, de que alguien pusiera coto a esa provocación. Gesto que estoy seguro responde a causas éticas –al fin la Iglesia Católica ha visto la luz, después de tantos siglos pidiendo leña y cajitas de fósforos– y no a laegoísta preocupación ante la posibilidad de que un peregrino chungo llamado Omar o Ali, por ejemplo, al grito de Alá Ajbar, meta una mochila bomba debajo del botafumeiro y nos fastidie el Jacobeo. Es más. Creo que, al hilo de esa admirable iniciativa, el nombre de Santiago Matamoros que figura en tantos textos seculares y en tanto monumento, debe ser reescrito de forma conveniente. Santiago Matamagrebíes suena menos ofensivo y más socialmente correcto. Porque una cosa es explotar a mis primos por cuatro duros y llamarlos moromierdas por la calle, y otra herir su sensibilidad sensible con iconografía fascista. Ojo. 
Por eso, puestos a mejorar el ambiente, estoy dispuesto a ir más lejos. Para radical, yo. Así evitaré cartas como la última, en la que un lector imbécil me llama de derechas porque hace semanas critiqué la eliminación del yugo y las flechas, sin caer en la cuenta, el analfabeto, de que yo no me refería al emblema falangista, sino al Tanto monta, monta tanto de Isabel, reina de Castilla, y Fernando, rey de Catalunya, antes absurdamente llamado rey de Aragón. Pero a lo que iba. Decía que lo de quitar a esa mala bestia asesina del apóstol Santiago dando mandobles debe hacerse no sólo en Compostela, sino en todas partes: el palacio Rajoy, la ciudad, el Camino, etcétera. Y puestos a ello, a fin de mantener las sensibilidades musulmanas en estado razonable, sugiero eliminar también las cadenas que figuran en el escudo de España y en el de Navarra, pues conmemoran otras cadenas aciagas: las que rodeaban la tienda del Miramamolín –Al Nasir para los amigos– aquel año 1212 en que los almohades se llevaron las suyas y las de un bombero en las Navas de Tolosa. En la misma línea sería aconsejable, asimismo, eliminar la granada del escudo español, por razones obvias: ese Boabdil llevado llorando a la frontera entre tricornios de guardias civiles, como el Lute. Y ya puestos a meter mano al escudo, sería bueno revisar las dos siniestras columnas del Plus Ultra, con sus connotaciones de genocidio y limpieza étnica, que a cualquier mejicano o peruano deben de ofenderle un huevo y parte del otro. Sin olvidar un buen trabajo de piqueta en los escudos imperiales del siglo XVI donde campea el águila bicéfala franquista. 
La tarea es vasta, pero necesaria. Esa Rendición de Breda, por ejemplo, donde Velázquez humilló a los holandeses. Ese belicista Miguel de Cervantes, orgulloso de haberse quedado manco matando musulmanes en Lepanto. Esa provocación antisemita de la Semana Santa, donde San Pedro le trincha una oreja al judío Malco en claro antecedente del Holocausto. Y ahora que Chirac nos quiere tanto, también convendría retirar del Prado esos Goya donde salen españoles matando franceses, o los insultan mientras son fusilados. Lo chachi sería crear una comisión de parlamentarios cultos –que nos sobran–, a fin de borrar cualquier detalle de nuestra arquitectura, iconografía, literatura o memoria que pueda herir alguna sensibilidad norteafricana, francesa, británica, italiana, turca, filipina, azteca, inca, flamenca, bizantina, sueva, vándala, alana, goda, romana, cartaginesa, griega o fenicia. A fin de cuentas sólo se trata de revisar treinta siglos de historia. Todo sea por no crispar y no herir. Por Dios. Después podemos besarnos todos en la boca, encender los mecheritos e irnos, juntos y solidarios, a tomar por saco. 
El Semanal, 24 Mayo 2004

7. Sin perdón

El otro día, oyendo la radio, me estuve riendo un rato largo. Y no porque el asunto fuese cómico. Todo lo contrario. Era la mía una risa atravesada, siniestra. Una risa con muy mala leche. Muy de aquí. La de cualquier español medianamente lúcido que ve enfrentadas la España virtual, oficial, y la España real, en cuanto se asoma un rato a observar la demagogia y la tontería que gastamos en este país de gilipollas. 
La cosa, como digo, no era de risa. Un periodista entrevistaba por teléfono al padre de una joven asesinada. Tardé un rato en enterarme de que la chica asesinada era gitana, porque el entrevistador no mencionó su etnia. Esto, que en el terreno de lo socialmente correcto resulta, supongo, muy loable, informativamente hablando es una imbecilidad notoria; porque, se pongan como se pongan los tontos del haba y los cantamañanas, el hecho de que alguien sea gitano o no lo sea aclara situaciones que en otros casos tendrían difícil explicación. Decir que dos familias se tirotean, por ejemplo, sin matizar que son familias gitanas y hay de por medio un ajuste de cuentas, es escamotear claves necesarias del asunto; tanto como decir que a una joven la mató su hermano por deshonrar a la familia al llegar a casa faldicorta y maquillada, si no se especifica que hermana y hermano eran de origen marroquí, y este último integrista musulmán. Quiero decir lo obvio: no son los mismos mundos, ni las mismas reglas. No siempre. Olvidar esto acarrea la imposibilidad de comprender y solucionar el problema. Cuando hay solución, claro. Que ésa es otra. Porque sólo los cretinos y los que se dedican a la política –una cosa no excluye la otra– son capaces de afirmar que existen soluciones para todo. 
Pero a lo que iba. Cuando al fin me enteré, o deduje, que era un asunto de rapto gitano y asesinato, advertí la parte surrealista del episodio radiofónico: una flagrante confrontación entre la España virtual, encarnada por el entrevistador y su panoplia de clichés de lo supercorrecto y lo megaincorrecto, y la España real, representada por un padre gitano –insisto en el dato étnico– cabreadísimo por la muerte de su hija. Ha pasado el tiempo, decía el entrevistador, y las heridas estarán cicatrizando, ¿verdad? … Cómo van a cicatrisá las jeridas de mi hiha, respondía el otro con mucha lógica forense, si está muerta y remuerta. Me refiero a las heridas morales, a las suyas, apuntaba el fulano de la radio. Quiero decir que el dolor ya no será el mismo, porque el tiempo serena las cosas y tal. ¿No? Pues no, respondía el padre. A mí, fíhese usté, no me serena ná de ná. Me duele iguá ahora que cuando me la mató ese hihodeputa. Su lenguaje de padre afectado –matizaba rápido el entrevistador– es comprensible por la pérdida que tuvo. Pero quizá haya llegado el tiempo del perdón. ¿Del perdón? –saltaba el otro–. ¿Del perdón de qué? Voy a desirle a usté una cosa: desde que ese perro entró en el estaripé, lo tengo controlao. Sé lo que hase, con quién se hunta. Conosco hente dentro, y ahí lo espero. Me pagará lo que me tiene que pagá. 
Llegados a ese punto, el entrevistador vio que la cosa se le iba de las manos. Debe usted confiar en la Justicia, insistió. Todos debemos hacerlo, en un estado de derecho. Ahí el padre se calló un momento. ¿Confiá en la Hustisia?, dijo luego. Mire usté. Lo que yo sé de la Hustisia es que a los quinse año un guardia sivil me dio una palisa de muerte porque moyó cagarme en San Apapusio. ¿Estamo o no estamo? Así que confiá, lo que dise confiá, a lo mehó confío. No le digo que no. Pero la Hustisia y el estao de deresho que de verdá no fallan son los de uno. Y le juro que ése no sale del estaripé. Y si por casualidá sale, ahí lo espero. Por éstas. Y que dé grasias su familia que la mía se conforma con eso. En tal punto del diálogo, el entrevistador, claramente descompuesto, buscaba ya el modo de cortar la conexión de forma airosa. Ésa no es forma, farfullaba. Por Dios. El perdón, ejem, la sociedad civilizada, la democracia, los jueces, la Constitución, ya sabe. Glups. Todo eso. Déheme de cuentos shinos, le cortó el padre. A ver por qué tengo yo que perdoná al que mató a mi hiha. Y si no, espere, que se pone mi muhé. La madre. Dígale a ella que confíe en la Hustisia, o que perdone. Que parese usté que no se entera. Oiga. 
El Semanal, 06 Septiembre 2004

8. Al final, genero

Se veía venir. Ley contra la Violencia de Género, la han llamado. Pese a los argumentos de la Real Academia Española, el Gobierno del talante y el buen rollito, impasible el ademán, se ha pasado por el forro de los huevos y de las huevas los detallados argumentos que se le presentaron, y que podríamos resumir por quincuagésima vez diciendo que ese género, tan caro a las feministas, es un anglicismo que proviene del puritano gender con el que los gringos, tan fariseos ellos, eluden la palabra sex. En España, donde las palabras son viejas y sabias, llamar violencia de género a la ejercida contra la mujer es una incorrección y una imbecilidad; pues en nuestra lengua, género se refiere a los conjuntos de seres, cosas o palabras con caracteres comunes –género humano, género femenino, género literario–, mientras que la condición orgánica de animales y plantas no es el género, sino el sexo. Recuerden que antiguamente los capullos cursis llamaban sexo débil a las mujeres, y que género débil no se ha dicho en la puta vida. 
Todo eso, pero con palabras más finas y académicas, se le explicó hace meses al Gobierno en un documento respaldado por sabios rigurosos como don Francisco Rodríguez Adrados, don Manuel Seco, don Valentín García Yebra y don Gregorio Salvador, entre otros. Ahí se sugerían alternativas –la RAE nunca impone, sólo aconseja–, recomendando el uso de la expresión violencia doméstica, por ejemplo, que es más recta y adecuada. Al Gobierno le pareció de perlas, prometió tenerlo en cuenta, y hasta filtró el informe –que era reservado– a la prensa. De modo que todo cristo empezó a decir violencia doméstica. Por una vez, se congratuló la Docta Casa, los políticos atienden. Hay justos en Gomorra. Etcétera. 
Pero, como decía La Codorniz, tiemble después de haber reído. Ha bastado que algunas feministas fueran a la Moncloa a decir que la Real Academia no tiene ni idea del uso correcto de las palabras, y a exigir que se ignore la opinión de unos tiñalpas sin otra autoridad que ser lingüistas, filólogos o lexicógrafos, para que el Gobierno se baje los calzones, rectifique, deje de decir violencia doméstica, y la expresión violencia de género figure en todo lo alto de la nueva ley, como un par de banderillas negras en el lomo de una lengua maltratada por quienes más deberían respetarla. Aunque tal vez lo que ocurre sea, como asegura la franciscana peña que nos rige, que el mundo se arregla, además de con diálogo entre Occidente y el Islam –Occidente sentado en una silla y el Islam en otra, supongo–, con igualdad de géneros y géneras. El otro día ya oí hablar de la España que nos legaron nuestros padres y madres. Tela. Como ven, esto promete. 
En cualquier caso, el nombre de la nueva ley es un desaire y un insulto a la Real Academia y a la lengua española; y ocurre mientras el español –aquí llamado castellano, para no crispar– se afianza y se reclama en todas partes, cuando en Brasil lo estudian millones de personas y es obligatorio en la escuela, y cuando se estima que en las universidades de Estados Unidos será lengua mayoritaria, sobre el inglés, hacia 2020. Y oigan. Yo no soy filólogo; sólo un académico de infantería que hace lo que puede, y cada jueves habla a sus mayores de usted. Esos doctos señores no van a quejarse, porque son unos caballeros y hay asuntos más importantes, entre ellos seguir haciendo posible el milagro de que veintidós academias asociadas, representando a cuatrocientos millones de hispanohablantes, mantengan la unidad y la fascinante diversidad de la lengua más hermosa del mundo –Quevedo, Góngora, Sor Juana y los otros, ya saben: esos plumíferos opresores y franquistas–, y que un estudiante de Gerona, un médico de Bogotá y un arquitecto de Chicago utilicen el mismo diccionario que, se supone, utilizan en La Moncloa. Pero yo no soy un caballero. Me educaron para serlo, pero no ejerzo. Así que me tomo la libertad de decir, amparado en el magisterio de esa Real Academia que el Gobierno de España acaba de pasarse por la entrepierna, que llamar violencia de género a la violencia doméstica es una tontería y una estupidez. Y que la palabra que corresponde a quien hace eso –página 1.421 del DRAE: persona tonta o estúpida– es, literalmente, soplapollas. Eso sí: el año que viene, a la hora de hacerse fotos en el cuarto centenario del Quijote, se les llenará a todos la boca de Cervantes. Ahí los espero. 
El Semanal, 25 Octubre 2004

9. Aquí no sirve ni muere nadie

Seguimos actualizándonos, pardiez. En la academia de suboficiales de Lérida, Defensa –el nombre empieza a parecer un chiste– ha retirado la inscripción «A España servir hasta morir». La decisión se tomó por presiones de vecinos y políticos locales, que pedían la desaparición de un mensaje que consideraban «una vergonzosa agresión al paisaje, al buen gusto y a la libertad». Y bueno. Lo del paisaje y el buen gusto podría ser; pero la agresión a la libertad no termino de verla del todo. Mi libertad, por lo menos, no se ve agredida porque los suboficiales del Ejército sirvan a España hasta morir, en Lérida o en donde sea. Más bien al contrario. A mí, la verdad, que en un ejército voluntario, como el de ahora, haya individuos e individuas dispuestos a dejarse escabechar por España, siempre y cuando sea en condiciones normales de milicia y no en vuelos chárter de segunda mano para ahorrarle cuatro duros al ministerio, me parece estupendo. Alguien tendrá que hacerlo llegado el caso, digo yo. Y además lo llevan incluido en el oficio y en la mierda de sueldo que cobran. De modo que si a alguien le parece mal, sólo veo una explicación: ese alguien cree que no hace falta que nadie muera por España. 
Dejemos las cosas claras. En este país ruin e insolidario, y en lo que a mí se refiere, las banderitas e himnos nacionales, regionales y locales, los villancicos navideños, las salves marineras y rocieras, las jotas a la Pilarica o a San Apapucio, los pasos de Semana Santa y la ola en los estadios cuando juega la selección tal o la cual, se los pueden guardar algunos donde les alivien. Cuando políticos, generales, obispos, financieros y presidentes futboleros, entre otros, agitan desaforadamente trapos, crucifijos, folklore, camisetas o lo que sea, en vez de heroísmo, patrias, dignidades, espiritualidades, tradiciones y cosas así, lo que yo veo es a millones de infelices manipulados desde hace siglos por aquellos que diseñan las banderas y los símbolos, utilizándolos para llevarse al personal a la cama. Lo que no es incompatible –acabo de escribir una novela sobre eso– con la ternura y respeto que siento por los desgraciados que lucharon, sufrieron y palmaron por una fe, por un deber o porque no tenían más remedio. Pero entre quienes se benefician de ello, no veo distinción entre derechas, izquierdas, nacionalistas o mediopensionistas. En sus manos pecadoras, tan sucia es la bandera que agitan como la ausencia de la que niegan. Bicolor, tricolor, multicolor, technicolor o cinemascope. Lo mismo si la izan que si la descuartizan. 
Respecto a lo que decía antes, me explico más. Quienes crean que en un país normal, con fronteras y política exterior, los ejércitos resultan innecesarios, son unos pardillos. Esa murga sería preciosa en un mundo ideal, pero nada tiene que ver con éste. Ciertos cantamañanas olvidan, o ignoran, que quienes en 1936 vertebraron la defensa antifranquista, tonterías populacheras aparte, fueron los organizadísimos comunistas y los militares profesionales leales a la República. En cuanto al presente de indicativo, la razón de que Estados Unidos, nos cuaje o no, sea árbitro del mundo no se basa sólo en su potencia económica, sino en su carísima y eficaz máquina militar sin complejos. Europa es un ratoncillo en ese terreno, y España la colita cochambrosa de ese ratón. Pregúntenselo a Javier Solana, el míster Pesc del circo Price, cuando va a Israel y esa mala bestia de Sharon se le descojona en la cara. O a nuestro genio de la blitzkrieg diplomática y el buen rollito, el ministro Moratinos, la próxima vez que los ingleses le metan la Royal Navy en el estanque del Retiro. El pacifismo y el antiamericanismo rinden en titulares de prensa; pero la falta de fuerzas armadas propias significa que, si algo se va al carajo, habrá que pedir ayuda a los Estados Unidos, como en las guerras mundiales, Bosnia, Kosovo y demás. Siempre y cuando Estados Unidos no esté con el otro bando. Lo ideal, claro, es acabar de una vez con las armas y las guerras y besarnos todos en la boca dialogante, muá, muá, slurp. Pero esa película hace tiempo que la quitaron de los cines. 
Aunque, volviendo a lo de la academia de Lérida, cabe una segunda posibilidad: que aparte de quien cree innecesario que exista gente capaz de sacrificarse por España, haya a quien le conviene que nadie la defienda si la maltratan o descuartizan. En el primer caso nos las veríamos con un ingenuo, o un imbécil. En el otro caso, con un relamido hijo de la gran puta. El Semanal, 17 Enero 2005

10. La negra majareta

Fue todo un espectáculo. Estaba sentado en una terraza de bar portuario, al sol, mirando los barcos amarrados. Hacía buen día y todas las mesas estaban ocupadas a tope, mamás con sus niños, parejas, matrimonios mayores y demás. Los camareros no daban abasto. Y en ésas aparece una negra. Una mujer africana de color, para que me entiendan. Los que estábamos sentados éramos todos blancos, o casi, y la mujer que apareció era negra. Tanto, que parecía de color azul marino. Grandota, desgreñada, vestida con descuido, una cesta colgada del brazo. Y en ésas, la prójima, como digo, llega, se para delante de la terraza, da unos pasos entre las mesas, pide limosna. Casi nadie le da. O nadie. De pronto se pone a pegar gritos. Me tenéis hasta el coño, aúlla en perfecto castellano. Harta me tenéis. Idiotas. Imbéciles. Subnormales. Racistas. Ésa no ha venido en patera, me digo. El acento es de Valladolid, o cerca. Habla mejor que yo y que la mayor parte de quienes están aquí. Mi prima lleva en España un rato largo, o toda la vida. Conoce a los clásicos. 
Lo más interesante, palabra, es la actitud de la gente. Los que estamos lejos miramos y escuchamos con la boca abierta, completamente patedefuás; pero los ocupantes de las mesas cercanas no se atreven a mirarla, por si la emprende con ellos. Hacen como que no se dan cuenta de nada, los ojos fijos en el horizonte. Y la negra, dale que te pego. Sois un hatajo de imbéciles, remacha. Hijos de la gran puta. Harta me tenéis. Miserables. Cabrones. O viene muy caliente, pienso, o está como unas maracas. Las de Machín, por supuesto. Majareta perdida. Al fin, un chico joven que está con su novia mira a la negra y dice: tranquila, tía. Entonces la otra vocea que tranquila de qué, que ella está tranquilísima, que los que no están tranquilos son el montón de hijos de puta que en ese momento hay sentados en la terraza. Blancos racistas de mierda. En ese punto me digo que, si quien monta semejante pajarraca fuera blanco y varón, incluso blanca y hembra, ya se habría llevado su poquito de leña, o sea. Hostias hasta en el cielo de la boca. Pero ésta es hembra y negra. Tela. A ver quién es el chulito que le dice ojos oscuros tienes. 
Al fin, como la individua no afloja, un camarero se ve en la obligación. Hágame el favor, señora. ¿El favor?, pregunta la otra a grito pelado. ¿El favor de qué, imbécil? Anda y vete por ahí. El camarero mira alrededor, mira a su interlocutora, nos mira a todos. Luego se pone rojo como un tomate y desparece de nuestra vista. La pava sigue a lo suyo. En vosotros y todos vuestros muertos, dice. Etcétera. Al rato, el camarero aparece con un vigilante de seguridad: uno de esos guardas jurados vestidos de Rambo, con porra, boquitoqui y demás. Noventa kilos de guardia y una pinta de agropecuario que corta la leche de los cafés. A esas alturas, aparte de los parroquianos de la terraza, hay un huevo de gente de la calle que se ha parado a mirar. Parece una verbena. 
Circule, señora, por favor, dice el guarda muy educado. Está usted molestando. La negra se lo queda mirando, los brazos en jarras. ¿Y si no me sale del coño?, pregunta. ¿Me vas a pegar con la porra? ¿Es que me vas a pegar con la porra, hijoputa racista? El guardia nos mira a todos como antes nos había mirado el camarero. Los pensamientos casi pueden oírsele al infeliz, porque hace poco viento: menudo marrón me voy a comer. Señora, por última vez, dice. La otra lo manda a tomar por ahí, tal cual. Vete a tomar por culo, dice. Rambo traga saliva. Toca la porra que lleva al cinto. Mira otra vez al respetable. Traga más saliva. Lo que pasa por su cabeza está más claro que si lo dijera cantando, como en los musicales del cine. Vaya ruina. Menudo marrón me voy a comer, du-duá. Si en España un guarda de seguridad le toca un pelo a una negra, delante de doscientos testigos y tal como está el patio, por lo menos sale en el telediario. Así que el pobre hombre hace lo único que puede hacer: se aparta de la mujer y se va lejos, hablando por el boquitoqui, aquí cero cuatro, cambio, muy serio y profesional, como si pidiera refuerzos. Y allí se queda, lejos, quince minutos haciendo el paripé, hasta que la negra se aburre y se va paseando por el muelle, escupiéndoles a los barcos. Y yo pienso, bueno. Esto se va al carajo, en efecto. Sin duda iba siendo hora. Pero mientras se va o no se va, la cosa tiene su puntito. Sí. Algunos vamos a reírnos una jartá. 
El Semanal, 31 Enero 2005

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