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Ocio y Cultura 26/07/2022 · Diego Fernández

10 extractos del libro 'Los muchachos del zinc' de Svetlana Aleksiévich

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Entre 1979 y 1989 un millón de tropas soviéticas combatieron en una guerra devastadora en Afganistán, que les provocó más de 50.000 bajas. Los muertos soviéticos volvían a casa en ataúdes de zinc sellados, mientras el estado no reconocía ni la mera existencia del conflicto.

'Los muchachos de zinc' generó una inmensa polémica y mucha indignación cuando fue publicado originalmente en la URSS: las críticas acusaron a su autora de haber escrito un «texto fantasioso lleno de injurias» y de ser parte de «un coro histérico de ataques malignos». En el libro, Svetlana Alexiévich presenta el testimonio de los oficiales y los soldados rasos, de las enfermeras y las prostitutas, las madres, los hijos y las hijas que describen la guerra y sus duraderos efectos. El resultado es una historia turbadora por su brutalidad y reveladora en su parecido a la experiencia estadounidense en Vietnam y más tarde en Irak y el mismo Afganistán.

Los muchachos de zinc ofrece una perspectiva única, desgarradora e inolvidable sobre la realidad de la guerra.

1. Extracto 1: Cabo, auxiliar sanitario de compañía de reconocimiento

Antes de hacer el servicio militar me gradué en la Universidad del Deporte. Mi última práctica, la de fin de carrera, la hice como monitor en el campamento Artek. Allí no paraba de escuchar palabras sublimes: palabra de pionero, misión de pionero… Hoy en día parece una tontería… pero entonces todo esto hacía que se me saltaran las lágrimas. »Fui a la oficina de reclutamiento y pedí: “Destínenme a Afganistán…”. El responsable de la instrucción política nos dio una ponencia sobre la situación internacional, fue él quien nos dijo que nos habíamos adelantado a los Boinas Verdes americanos tan solo por una hora, cuando estos ya estaban en el aire camino de Afganistán. Ahora mi credulidad me da lástima. Nos explicaban, nos inculcaban, nos machacaban… y finalmente nos hicieron creer que aquel era nuestro “deber internacional”. Nunca logro llegar hasta el final… Poner el último punto en mis reflexiones… “Quítate —me digo— las gafas rosas”. No me fui allí en 1980 ni en 1981, ya era 1986. Pero todo el mundo seguía guardando silencio. En 1987 estaba en Jost. Tomamos una colina… Allí se quedaron siete de nuestros chicos… Entonces aparecieron los periodistas de Moscú y a quienes les enseñaron fue a los “verdes” (el Ejército Nacional Afgano), fingiendo que eran ellos los que habían conquistado esa colina. Los afganos posaban para los fotógrafos mientras que nuestros soldados yacían en la morgue…

2. Extracto 2: Soldado, explorador

Antes del juramento nos llevaron dos veces al campo de tiro, la primera vez disparamos nueve balas a cada uno, la segunda vez tiramos una granada cada uno. »Después nos hicieron formar filas en el campo de instrucción y leyeron la orden: “Serán destinados a la República Democrática de Afganistán para cumplir con su deber internacionalista. Los que no lo deseen, que den dos pasos adelante”. Tres tipos salieron de las filas. El comandante de la unidad los devolvió a las filas con un puntapié en el trasero, dijo que solo querían comprobar nuestro espíritu bélico. Nos entregaron raciones de rancho seco para tres días, un cinturón de piel, y en marcha. Así fue la jugada… No me desanimé. Para mí era la única oportunidad que tenía de ver otro país.

Desembarcamos en Shindand. Recuerdo el día y el mes: el 19 de diciembre de 1980… »Me miraron. »—Mides un metro ochenta… Irás a la compañía de reconocimiento. Allí necesitan chicos de tu tamaño… »De Shindand nos enviaron a Herat. Tenía hambre todo el tiempo. En la cocina había dos bidones de cincuenta litros. Uno para el primer plato: col hervida, ni hablar de carne; otro para el segundo: puré de patata en polvo o cebada perlada hervida sin aceite. Entre cuatro compartíamos una lata de caballa en conserva, la etiqueta decía: “Fecha de envasado: 1956, caduca en un año y seis meses”. En un año y medio solo dejé de tener hambre en una ocasión, fue cuando me hirieron. Pero por norma general siempre estábamos pensando en lo mismo: “¿Dónde puedo conseguir algo para comer, dónde puedo robar algo de comida?”. Robábamos los huertos de los afganos, ellos nos disparaban. Fácilmente podías encontrarte con una mina. Pero nos apetecían tanto las manzanas, las peras, cualquier fruta… Les pedíamos a nuestros padres ácido cítrico, ellos nos lo enviaban en las cartas. Lo disolvíamos en agua y nos lo bebíamos. El sabor era ácido. Nos quemaba el estómago.

3. Extracto 3: Soldado, granadero

Me llamaron a filas en 1981. Por entonces la guerra ya llevaba dos años, pero entre los civiles todavía no se sabía mucho de ella y se hablaba poco. En mi familia pensaban: “Si el Estado ha mandado tropas allí, es porque es lo preciso”. Así razonaban mi padres, los vecinos. No recuerdo que nadie opinara distinto. Las mujeres ni siquiera lloraban, todo aquello aún estaba lejos y no asustaba. Una guerra que no lo parece, y si es una guerra, pues es una guerra rara, sin muertos ni prisioneros. Nadie había visto todavía los ataúdes de zinc. Fue más tarde cuando nos enteramos de que los ataúdes llegaban a la ciudad y que los enterraban en secreto, de noche, y en las lápidas ponían «falleció» en vez de «cayó en combate». Los únicos que los lloraban eran sus parientes, mientras que los demás vivían como siempre porque no los tocaba de cerca. Los periódicos decían que nuestros soldados construían puentes, plantaban arboladas de la amistad y que nuestros médicos atendían a las mujeres y a los niños afganos.

4. Extracto 4: Soldado, granadero

Yo disparaba, no me apiadaba de nadie. Fui capaz de matar a un niño. Porque allí todos combatían contra nosotros: los hombres, las mujeres, los viejos, los niños. El convoy pasaba por un kishlak (asentamiento rural). El motor del vehículo que iba en cabeza se encalla. El conductor baja de la cabina, levanta el capó… Un chaval, diez años, no más, le hinca un cuchillo en la espalda… Justo donde el corazón. El soldado cae encima del motor… Los niños le acribillan a cuchilladas… Si en aquel instante nos hubiesen dado una orden, habríamos reducido esa aldea a polvo. La habríamos borrado. Cada uno trataba de sobrevivir. No había tiempo para pensar. Teníamos todos dieciocho o veinte años como mucho. Me acostumbré a la muerte ajena, pero la mía me espantaba. Había visto a un hombre quedar reducido a la nada en un segundo, como si nunca hubiera existido. Y entonces enviaban a casa el uniforme de gala en un ataúd vacío. Dentro echaban tierra para que pesara lo debido… Cómo nos apetecía vivir. Nunca he sentido tantas ganas de vivir como allí. Regresábamos del combate y nos reíamos. Nunca me he reído tanto como allí.

5. Extracto 5: Soldado, granadero

Nos llaman “los afganos”. Es un nombre que me resulta ajeno. Como un vestigio. Un estigma. No somos como los demás. Somos distintos. ¿Que cómo somos? Yo no sé quién soy: no sé si soy un héroe o un imbécil a quien señalan con el dedo. ¿O tal vez soy un criminal? Ya se habla que ha sido un error político. Hoy lo dicen a media voz, mañana lo dirán más alto. Y yo dejé sangre allí… Mía… Y de otros… Nos concedieron órdenes que no nos ponemos… Un día las devolveremos… Son condecoraciones recibidas honradamente en una guerra deshonrada… Las escuelas nos invitan a dar charlas. ¿De qué se supone que tengo que hablarles? De las operaciones militares… De mi primer muerto… De que incluso ahora me aterroriza la oscuridad, de que cuando se me cae algún objeto, me estremezco… De cómo capturábamos prisioneros pero no los entregábamos al cuartel… O no siempre. 

No conozco ni a un solo hombre que no fume ni beba después de haber regresado de allí. Los cigarrillos flojos no me sirven, busco los de la misma marca que fumábamos allí… Los médicos me tienen prohibido fumar… Tengo media cabeza hecha de metal. Tampoco puedo beber alcohol…»

Para los jóvenes no tenemos ningún atractivo. Para ellos somos una cosa rara. Oficialmente nos equiparan con los excombatientes de la Gran Guerra Patria, pero ellos defendían su país, ¿nosotros qué? Nos había tocado el papel de los alemanes, un chico me lo dijo tal cual. Sí… Eso es… Así es como nos ven ellos… Y a nosotros eso nos molesta. Ellos estaban aquí escuchando música, bailando, leyendo, mientras nosotros allí nos alimentábamos de bazofia y moríamos en explosiones de minas. Quien no haya estado allí conmigo, quien no lo haya visto, no lo haya vivido, para mí no es nadie.

6. Extracto 6: Cabo, auxiliar sanitario de compañía de reconocimiento

Nos pasamos doce días caminando… Lo único peor que las montañas son las montañas… Una banda nos perseguía… Aguantamos gracias al dopaje… Venga, sanitario, pásame un poco de “enfurecín”. Era Sindocarb. Acabamos con las provisiones.

7. Extracto 7: Cabo, auxiliar sanitario de compañía de reconocimiento

Los medicamentos eran escasos. No teníamos antisépticos ni de los más sencillos. O bien tardaba en llegar el suministro, o bien se nos agotaba demasiado rápido la cantidad que teníamos asignada: así es la economía de planificación centralizada. Entonces nos agenciábamos los fármacos de importación de los afganos como botín. En mi macuto siempre llevaba veinte jeringuillas desechables japonesas. El envase es de plástico, quitas la funda y pones la inyección. En las nuestras de la marca Récord se deterioraban los protectores de papel, no eran estériles. La mitad no succionaban, ni bombeaban, eran defectuosas. Nuestros suministros de sangre se administraban en botellas de medio litro. Un herido de gravedad necesita dos litros; eso son cuatro botellas. ¿Cómo te lo montas para aguantar, en plena batalla, el tubo de goma durante una hora con la mano tendida? ¿Y cuántas botellas puedes llevar encima? ¿Sabe cómo lo solucionan los italianos? Con un paquete de polietileno de un litro. Puedes saltar encima con las botas puestas y nada, no se rompe. Seguimos. Las vendas, la venda estéril de producción soviética. El envoltorio es tosco, pesa más que la venda en sí. Las de importación… las tailandesas, las austríacas… son más finas, más blancas, a saber por qué… Las vendas elásticas… esas simplemente no las teníamos. Así que también utilizaba las que incautaba como botín… francesas, alemanas… ¿Y nuestras tablillas? Son como unos esquís, ni de lejos se parecen a un artículo médico. ¿Cuántas puedes llevar contigo? Yo trabajaba con las inglesas; las había de medidas específicas: para el antebrazo, para la pierna, para la cadera. Eran hinchables, con un cierre de cremallera. Metes la mano por dentro y cierras. Así tienes el hueso roto inmovilizado y protegido de golpes, listo para transportar. En nueve años de guerra no fabricaron ni un solo artículo nuevo. La misma venda, la misma tablilla. El soldado ruso es el más barato del mundo. Es el más barato, no tiene pretensiones. No está equipado ni protegido. Es material consumible. Así fue en 1941… Cincuenta años después sigue ocurriendo lo mismo. ¿Por qué?.

8. Extracto 8: Cabo, auxiliar sanitario de compañía de reconocimiento

Las recomendaciones del responsable político antes de la vuelta a casa: de lo que se puede hablar y de lo que no. Ni una palabra sobre los caídos, porque somos un ejército grande y poderoso. No debéis extenderos sobre los abusos, porque somos un ejército grande, fuerte y moralmente sano. Romped las fotografías. Destruid los carretes. Aquí no hemos disparado, no hemos bombardeado, no hemos envenenado, no hemos volados por los aires. Somos un ejército grande y fuerte, el mejor del mundo…

En la aduana nos quitaron los regalos que llevábamos para casa: los perfumes, los chales, los relojes… —No está permitido, muchachos-.No se llevaba a cabo ningún inventario. Simplemente, era su negocio.

9. Extracto 9: Esposa

Al noveno día, a las cinco de la mañana, me llegó un telegrama, me lo dejaron debajo de la puerta. El telegrama era de sus padres: “Ven. Petia ha muerto”. Lancé un grito. Desperté a la cría. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? No tenía dinero. Justo ese mismo día tenía que llegar su certificado de traslado. Recuerdo que envolví a la niña con una manta roja y salí a la calle, los autobuses todavía no circulaban. Paré un taxi. —Al aeropuerto —dije al taxista. —Ya voy de camino a casa. Y me cerró la puerta. —Mi marido ha muerto en Afganistán… Sin decirme nada, bajó del coche y me ayudó a subir. Pasamos por casa de una amiga mía, me prestó dinero. En el aeropuerto no quedaban billetes para volar a Moscú y a mí me daba miedo sacar el telegrama del bolso y enseñarlo. ¿Y si no era cierto? ¿Y si era un error? Y si… Lo principal era no decirlo en voz alta… Lloraba, todos me miraban. Me metieron en un avión biplano de agricultura. Llegué a Minsk por la noche. Tenía que seguir, tenía que llegar a Stárie Dorogi. Los taxistas se negaban a llevarme, era demasiado lejos, ciento cincuenta kilómetros. Yo se lo pedía. Les suplicaba. Uno accedió: “Te costará cincuenta rublos”. Le entregué todo lo que me quedaba. A las dos de la madrugada llegué a su casa. Todos lloraban. Por la mañana fuimos a la comandancia. La respuesta militar fue la de siempre: “Les informaremos cuando traigan el cadáver”. Esperamos otros dos días. Llamamos a Minsk: “Vengan aquí y transpórtenlo por su cuenta”. Fuimos hasta allí, en la comandancia regional nos dijeron: “Lo han transportado por error a Baránavichi”. Eran otros cien kilómetros, y el depósito de nuestro pequeño autocar estaba vacío. En la dirección del aeropuerto de Baránavichi no había nadie, el horario laboral se había acabado. Encontramos al vigilante. —Venimos a… —Allí—nos señaló con la mano—, hay una caja. Vayan a verlo. Si es suyo, pueden llevárselo. Acerqué a mi hija para que se despidiera, ya había cumplido cuatro años y medio. Ella se puso a gritar: “Papá está negro… Tengo miedo… Papá está negro…”.

10. Extracto 10: Madre

Llamaron a la puerta… Pensé: “¿Será mi hijito?”. Fui corriendo a abrir, no había nadie. Dos días más tarde los militares llamaron a mi puerta. —¿Me he quedado sin hijo? —Sí.

De pronto a mí alrededor no había más que silencio. Caí de rodillas en la entrada, delante del espejo. —¡Señor! ¡Señor!.

En el cementerio todos estaban callados, había mucha gente pero todos guardaban silencio. Yo tenía un destornillador en las manos, no conseguían quitármelo. —Déjenme abrir el ataúd… Déjenme ver a mi hijo… —Pretendía abrir el ataúd de zinc con un destornillador. Mi marido trató de quitarse la vida: “No quiero vivir. Perdóname, pero yo no quiero seguir viviendo”. Le convencí: —Tienes que ocuparte de poner la lápida, de colocar las baldosas. De arreglar la tumba como hacen los demás. Él no lograba conciliar el sueño. Me decía: —Me acuesto y viene nuestro hijo. Me abraza, me besa. Según la antigua costumbre guardé un trozo de pan durante cuarenta días… después del entierro… Al cabo de tres semanas se hizo añicos. Significa que la familia desaparecerá.

Pusimos la lápida. Una buena, de mármol caro. El dinero que teníamos ahorrado para la boda de nuestro hijo se fue para la lápida. Colocamos unas baldosas rojas y plantamos unas flores también rojas. Unas dalias. Mi marido pintó la valla. —Ya está hecho todo. Nuestro hijo estará contento. 

Por la mañana me acompañó al trabajo. Se despidió. Regresé a casa y le encontré colgado en la cocina, justo delante de la fotografía de nuestro hijo, de mi favorita. —¡Señor! ¡Señor! Dígame usted: “¿Son héroes o no lo son?”. ¿A santo de qué sufro estas desgracias? ¿Qué me ayudará a sobrevivirlas?.

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