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Ocio y Cultura 04/08/2022 · Diego Fernández

Top 10 extractos del libro 'Nam' de Mark Baker

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"Cuando en 1981 se publicó por primera vez "Nam", las heridas de la cruenta guerra de Vietnam seguían abiertas. Seis años después de la finalización de una de las intervenciones militares más catastróficas de los Estados Unidos, poco o nada se sabía de los hombres y mujeres que allí lucharon. A los que regresaron, nadie les había preguntado que vieron, cómo fue su experiencia, cómo les cambió… Mark Baker, un joven que no fue a la guerra y vivió aquel periodo convulso desde las aulas de la universidad y el movimiento contestatario en suelo norteamericano, empezó en 1972 a entrevistar —desde el estricto anonimato que brindó a los casi ciento cincuenta testimonios que quisieron compartir con él su experiencia— a excombatientes de una guerra que había atravesado cinco administraciones y cientos de miles de muertes de un bando y de otro. El resultado es uno de los libros más feroces y descarnados, y a la vez lúcidos, que se ha escrito jamás sobre la guerra".

Nam

1. Extracto 1

En un principio, había ido al centro de reclutamiento a hacerme el chequeo reglamentario para que me clasificaran, me dieran la tarjeta de reclutamiento y todo eso que tienes que hacer a los dieciocho. Pero entonces apareció una mujer y me dijo: «Tienes que hacer esta prueba escrita». Había llegado tarde y me estaban pidiendo de todo, así que pensé: «Bueno, ya que he venido a lo del chequeo también puedo hacer el examen. No me cuesta nada». Los demás tíos que se estaban examinando eran unos salvajes. Estaban montando un follón, se tiraban los lápices y todo eso. La mitad iban ciegos perdidos. Yo me reía, porque la teniente que tenía que supervisar la prueba era incapaz de controlar al grupo. —Bueno, se acabó —dijo, y salió de la sala. Y en eso que entran cinco marines enormes, un suboficial mayor y cuatro sargentos, y empiezan a recoger los exámenes. —Como no le habéis dado otra opción a la teniente, hemos decidido que estáis todos aprobados —anunció el comandante—. Os marcháis en dos días… a no ser que os unáis al Cuerpo de Marines. En ese caso saldréis en un mes. Nos pusimos todos de pie. —¡Venga ya! ¿Nos está vacilando? —No, hablo en serio. Habéis pasado la prueba y estáis dentro. Y, si seguís en este plan, tenemos derecho a meteros ahora mismo en un autobús rumbo al campo de instrucción. Todos cerramos el pico. ¿De qué iba todo aquello? Estaba hablando con un chaval que tenía al lado, que me dijo: —Bueno, a mí no me importaría tener unos días más antes de que me tengan cogido por los huevos. Unos quince nos pusimos de pie y aceptamos entrar en los Marines, para ganar un poco tiempo. Mientras hacíamos todo el papeleo, el tío hablaba de un servicio de unos tres años, pero, de repente, nos soltó: —Ya sabéis que, cuando os alistáis, tenéis que servir cuatro años. Y así fue como me enteré de que me acababa de alistar. Era joven, estúpido e ignorante, igual que todos aquellos payasos. Joder, acabábamos de firmar por cuatro años sin pensarlo siquiera, en plan, «eh, si me alisto en el Ejército tendré que pasar allí dos años, pero no, mejor firmo por cuatro, que así no me tengo que ir hasta dentro de treinta días». Treinta días que al final no me dieron, por cierto.

2. Extracto 2

El autobús se detuvo en la zona de recepción. Había un tipo con un sombrero igualito al del oso Smokey (Smokey Bear es el personaje de una campaña de prevención contra los incendios forestales. Era un oso con un sombrero de color camel parecido al que llevan los Boy Scouts), fuerte y con cara de pocos amigos. Cuando se abrió la puerta, subió al autobús y comenzó a escupir mierda: «Venga, coged vuestras cosas, bajad del autobús, poneos encima de las señales amarillas que hay pintadas en el suelo…». Fue una escena graciosísima, como sacada de Gomer Pyle (Gomer Pyle fue un personaje de la comedia estadounidense The Andy Griffith Show que luego protagonizó el spin-off Gomer Pyle U.S.M.C. , en el que se alista en el Cuerpo de Marines. Jim Nabor daba vida a este soldado ingenuo y de buen corazón que sacaba de quicio a su instructor, el sargento Carter). Había un chico a más o menos medio metro de distancia del marine que estaba partiéndose de risa, como todos los demás. El oso Smokey se dio la vuelta de golpe y le dio tal bofetada que casi lo tiró por la ventana. La cabeza le rebotó contra el portaequipajes y se quedó tambaleándose por el pasillo. Se nos borró la sonrisa de la cara. A mí se me paró el corazón. Nos dimos cuenta de que ese tío no se andaba con tonterías. «Este es capaz de pasearse por el autobús soltando hostias a todo el mundo.» Salimos escopeteados. Bajé con un grupo de pandilleros puertorriqueños que tenían pinta de venir de la gran ciudad y que se creían unos tipos duros. Tropezaron y cayeron encima de mí y trastabillamos hasta colocarnos sobre las señales pintadas en el suelo. Smokey nos hizo marchar hasta a unas barracas y ponernos firmes. Gritaba y chillaba, nos intimidaba mucho. Pusimos todas nuestras cosas encima de la mesa, él se acercó y lo tiró todo a la basura. Estábamos tan asustados que no nos atrevimos a abrir la boca. Yo estaba al lado de un puertorriqueño enorme que miraba a Smokey por el rabillo del ojo. Cuando lo pilló, le gritó: «¿Me estás mirando, pedazo de mierda? Quítame los putos ojos de encima. ¿Te parece divertido? Espero que te jodan vivo. No hay nada que me dé más asco que un puertorriqueño chupapollas». Como si tuviera ojos en la espalda, Smokey vio que un chaval lo miraba un segundo y le dio tal puñetazo en el pecho que lo lanzó casi dos metros hacia atrás. Se estampó contra la pared y rebotó. Me temblaban las piernas. «¿Dónde coño me he metido?», pensé.

3. Extracto 3

Fuimos a Vietnam con Braniff Airlines. Las azafatas nos dieron un montón de perritos calientes. Yo esperaba que nos dieran un bocadillo de rosbif o algo así, pero nos dieron perritos. Al aterrizar, el piloto anunció por megafonía: «La temperatura en el exterior es de 39º y el fuego terrestre es de leve a moderado». Un cachondo. Cuando se abrieron las puertas, me llegó el olor a Vietnam. ¿Qué haces cuando tienes quinientos mil hombres y no hay alcantarillado? ¿Dónde metes toda la mierda que cagan? La solución que se le ocurrió al Ejército fue meter toda aquella porquería humana en barriles y luego llevársela a algún sitio, empaparla en gasolina y prenderle fuego. El pobre desgraciado que metiera la pata hoy se encargaría al día siguiente de remover la mierda, para asegurarse de que ardiese bien. A mediodía, cuando se llevaban a cabo estos asuntos, el olor a mierda quemada era increíble. Ese día, el viento no estaba a nuestro favor y el avión se llenó de… pues de eso, el primer aroma que recuerdo de Vietnam.

4. Extracto 4

Al principio, me pusieron al frente del pelotón, a abrir camino. Hay un truco para caminar entre la hierba de elefante. No puedes andar como si estuvieras en la calle; tienes que clavar el pie en el suelo y girarlo hacia fuera, para que la persona que va detrás pueda pisar en el mismo sitio y no tenga que hacer lo mismo que tú. Ser el primero era una putada. Me había pasado seis meses en Okinawa de fiesta todo el día y no estaba en forma para abrir camino. No es cosa de un par de horas: estás ahí de la mañana a la noche, doce, trece o catorce horas, según el día. Al final acababa agotado, daba diez pasos, se me enredaba la hierba de los cojones en los pies y me caía. —¡Muévete! —Decía el teniente—. Esto no es Nueva York, aquí no hay asfalto. No tenía guantes para protegerme las manos y me cortaba con la hierba. Eso también era una putada, porque en Nam no nos podíamos lavar bien y cualquier corte se te infectaba. Lo primero que hacía cuando me levantaba era apretar bien los puños para sacar el pus. Aún tengo las cicatrices.

5. Extracto 5

En Okinawa lo llamaban «bajarse al sur». El avión de Braniff Airlines pintado con sus colores corporativos —morado y amarillo canario— desciende. A bordo hay azafatas y aire acondicionado. Parece que vueles a Phoenix o algo así, pero en realidad sabes que vas rumbo a Vietnam en un avión lleno de marines. Tardamos unas dos horas y media en llegar. Durante el aterrizaje en Da Nang miraba por la ventanilla, pero no había nada. Ramas y casuchas con techos de chapa. Dogpatch, así llamaba todo el mundo a aquella zona. La puerta se abrió y entró una ráfaga de aire caliente que casi me hizo perder el sentido. La azafata se puso en pie: «Hemos llegado a nuestro destino, Da Nang. Esperamos que les vaya bien durante el servicio. Nos vemos dentro de un año». Sus palabras retumbaron en mi cabeza como con eco. «Dentro de un año.» Joder. Cogimos los petates, que parecían pesar el doble que antes, y bajamos por la escalerilla del avión. Los marines que nos esperaban en la pista vestidos con el uniforme para la jungla se reían de nosotros. Yo me sentí como un pringado. Estaba todo plagado de alambre de espino y armas de fuego, y yo, con las manos vacías. Nos metieron en la parte trasera de un six-by (furgón de plataforma abierta con paredes habitualmente de madera y a veces recubierta por una lona que se utilizaba para transportar a hombres o lo que fuera necesario.) y nos llevaron a hacer los trámites. No teníamos ni puta idea de lo que pasaba. En Okinawa nos habían dicho: «Algunos de vosotros entraréis a formar parte de la 3.ª División del Cuerpo de Marines, en la zona desmilitarizada. El resto se unirá a la 1.ª División, que está en Da Nang. La 1.ª División está en la zona con más concentración de trampas cazabobos del país». Pues me asignaron a la 1.ª División. Cuando llego al cuartel general, me dicen: «Bien, de todos los batallones, el 2.º Batallón está en la zona con más trampas. Vosotros iréis al 2.º Batallón». Estupendo. Con tal de no salir volando por los aires por el camino… Llegamos a una pequeña aldea y nos unimos al batallón. Allí conocí al coronel, un hombre que imponía con su presencia. —Tu labor es cuidar de tus tropas, la mía es ocuparme de los oficiales —me dijo. Me dio un discursito motivacional y todo—. La situación de nuestras compañías es la siguiente. La Compañía Echo está en la peor zona, la que tiene mayor concentración de trampas. Tú estás destinado ahí. — Perfecto, me estaba saliendo todo redondo—. La compañía está de maniobras sobre el terreno y vuestro batallón se desplaza mañana, así que vete a la cama. Fui al punto de suministros a por un casco y un chaleco flak. También me dieron un revólver del 45, pero no les quedaban cargadores. Tenía un arma pero no la podía cargar. Pasé la noche en uno de los barracones para los oficiales. Entraron otros chavales charlando de todo un poco, lo peor que se les pudiera pasar por la cabeza. La mitad de la conversación se refería a mí, pero no me incluían. Me quedé sentado en una esquina sin hacer ruido. —Sí, acaba de llegar. Encontraron resistencia en Dodge City y a uno de los pelotones le llovió mierda por un tubo. Eso sí, se han cepillado a un pelotón entero del Vietcong. Avisaron a artillería y les metieron plomo hasta el culo a esos hijos de puta. La gente que estaba allí tenía algo especial. Eran unos críos, pero a la vez no lo eran. Tenían un brillo en la mirada que los hacía completamente distintos de los demás. Me tenían cautivado, hipnotizado. No podía apartar la vista de ellos. Tenían algo que los hacía parecer viejos, pero yo aún me sentía como un crío. ¿Qué hacía yo allí? Tenía veintiún años. No me podía creer que me hubieran puesto al mando de un pelotón. Ya se me había olvidado todo lo que había aprendido. Se suponía que tenía que saber cómo llamar a los de artillería, pero no me acordaba de nada. Aquello me sobrepasaba, era peor de lo que había imaginado. Yo era un teniente novato, y eso es lo más bajo que hay en el Cuerpo de Marines. No hay nada más peligroso que un teniente segundo con un mapa y un compás. El sargento primero solía cabrearse con los soldados de primera clase y amenazaba con degradarlos a teniente segundo si no dejaban de cagarla. Como nadie tenía muchas ganas de hablar conmigo, me fui a la cama. Me desvestí hasta quedarme en calzoncillos. Todos los demás se metieron en la cama con la ropa puesta, pero yo no me enteraba de gran cosa. De repente, sobre las dos y media de la madrugada, todo se fue a la mierda. Había explosiones por todas partes. Fui a ver qué coño pasaba. Larry, un teniente primero, se levantó de un salto y nos dijo: —¡A los búnkeres! ¡Nos atacan! ¡Han rebasado el perímetro! Salí del catre de un salto, pero justo entonces sentí algo, como si me hubieran lanzado un puñado de gravilla al rojo vivo en la espalda. ¡BUM! Caí de bruces unos metros hacia delante y vi las estrellas de verdad, como en los dibujos animados. Me notaba algo dentro. En esos momentos, el cerebro se te desconecta del resto del cuerpo, sale al exterior y grita: «¡Te han dado! ¡Te han dado!». No me lo podía creer. Acababa de llegar. Me caigo. No sé si estoy muerto, paralítico o qué. El tío ese, Larry, el último en salir del barracón, se queda un segundo atrás, me mira y dice: «No te ha pasado nada». Y echa a correr. Yo estaba cagado de miedo. Me dejó allí y se largó. Gracias, Larry. Cuando pasó todo nunca le saqué el tema. Mientras estaba allí, tirado en el suelo, me entraron unas ganas tremendas de estar en mi casa, tumbado en la cama, con mis padres en la habitación de al lado. Estaba acojonado. Los marines lo llaman el «factor arruga». Es uno de sus chistes. Tienes tanto miedo que se te arruga el ano. Tal cual: el agujero del culo se te arruga, literalmente, es como si se te metiera para dentro. Es una reacción involuntaria. Me daba miedo moverme. «Vamos a ver si puedes mover los dedos de las manos», pensé. Funcionaban. «Y, ahora, a ver si puedes mover los de los pies.» Sí, me sentía los dedos de los pies, pero entonces me acordé de una cosa: «Un momento, en las películas, la gente que pierde las piernas se sigue sintiendo los pies. Luego se despiertan y se dan cuenta de que ya no los tienen». Así que miré hacia abajo y vi que mis pies se movían. Había un gran charco de sangre a mi alrededor, de unos treinta centímetros de diámetro, que no paraba de crecer y que se había empezado a filtrar por las grietas del suelo del barracón. De hecho, eran dos charcos: estaba perdiendo muchísima sangre. De repente, escuché disparos muy cerca. Recé a Dios: «No dejes que me vuelvan a disparar. Por favor, que no me vuelvan a dar. Dedicaré mi vida a la Iglesia, lo que tú quieras, Señor, pero no me dejes morir aquí». La puerta se abrió de golpe y todo saltó en mil pedazos a mi alrededor. El Vietcong entró acribillando a tiros el barracón, pero pensaron que estaba tieso y se marcharon. Yo seguí allí tirado, haciéndome el muerto. Habían lanzado gas lacrimógeno en un búnker y se había esparcido por todas partes. Cogí un calcetín y me lo puse debajo de la nariz. En ese momento, oí que alguien entraba en el barracón y levanté la vista. Era un sargento, que estaba junto a la ventana disparando al exterior. Miró hacia atrás y me vio respirando a través del calcetín. Me había dado por muerto. Se acercó corriendo y me preguntó: —¿Sabe alguien que estás aquí? —Sí, un tío —dije, recordando al bueno de Larry, que había salido por patas. —Voy a buscar ayuda. Salió corriendo de allí y trajo un jeep del puesto de socorro del batallón. Unos tíos me subieron a una camilla y me llevaron hasta el todoterreno. Echo un vistazo a mi alrededor y veo que todo está en llamas, teñido de rojo. Veo las trazadoras volar de un lado a otro. La gente grita, aúlla. Se oye el «¡pam!, ¡pum!» de los fusiles, el «ra-ta-ta-ta-tá» de las ametralladoras. Reina el caos. Alguien se ha dejado la radio encendida y Mary Hopkins canta «Goodbye» por encima del tumulto. Pasamos como una flecha entre el batallón y todo aquel follón para llegar al puesto de socorro. Está lleno de gente, se agarran con fuerza la barriga, llevan vías en los brazos. El tercer chopper (helicóptero) para evacuaciones médicas es el mío. Se ven los helicópteros surcar el cielo. Las luces se apagan y descienden dibujando una espiral, bum, bum, bum… Me suben a la parte trasera y salgo volando de allí. Estoy cerca de una ventanilla, así que miro atrás. Es como verlo por la tele. Un minuto estás allí en medio y al siguiente, a millones de kilómetros. Todo queda bajo tus pies. Hay un Spooky (También conocido como «Puff, the Magic Dragon» (Puff, el Dragón Mágico). Avión de combate con sistema de propulsión por hélices equipado con una ametralladora Minigun en una de las compuertas, capaz de disparar seis mil balas por minuto) sobre una lluvia de trazadoras, rodeando el batallón, sembrando la tierra de balas. Siento lástima por cualquier cosa que haya ahí fuera. Por cada trazadora que se ve, hay cuatro balas que no se ven. Eso es mucho plomo. Me llevaron hasta un hospital militar al sur de la montaña de Son Tra, en Da Nang. Me sacaron del helicóptero y me llevaron a toda prisa a una barraca quonset (Barracas prefabricadas con estructura metálica de diseño estadounidense inspirado en las barracas Nissen). Dentro esperaban los médicos y las enfermeras con las mascarillas puestas. Del techo colgaban unas bombillas desnudas. El suelo estaba un poco inclinado hacia el centro, donde estaban los desagües, y había unos caballetes en fila. Hay tres soldados delante de mí; colocan sus camillas sobre los caballetes; también la mía. Y empiezan a operar. Me pinchan todo tipo de cosas porque me han herido en la espalda. Me meten un depresor lingual en la boca para que lo muerda y, sin más dilación, empiezan a cortar. Siento cómo me sacan algo del cuello y noto brotar la sangre como un volcán. A mi lado están operándole la rodilla a un soldado y veo cómo el hueso blanco reluce. Debían de estar operando a diez personas a la vez. Después de eso, no recuerdo mucho más. Solo que me alegré cuando dejaron de cortarme, porque era desagradable. No duele, pero notas la presión. Tengo un agujero en la espalda, pero no llegó a la espina dorsal por cosa de medio centímetro. Es una incisión quirúrgica de unos diez centímetros. Después, me ingresaron durante un mes en el hospital de Guam. Allí veíamos dos películas al día. Había un montón de pilotos y también soldados en sillas de ruedas a los que les faltaban los brazos o las piernas. Y, si los tenían, eran como ramitas chamuscadas. Yo me iba sacando trozos de metralla de la cabeza. Se quedan entre el hueso y la piel; todavía tengo algunos. Al finalizar el mes, volví al frente.

6. Extracto 6

El primer vendaje que cambié fue el de un muchacho que había pasado dos días metido en una acequia llena de agua, esperando a que alguien fuese a rescatarlo. No solo tenía neumonía, lo que significaba que estaba lleno de líquido, sino que cuando le quité la venda del brazo vi que no tenía brazo. Solo había hueso. La carne se le había llenado de gusanos en la acequia. De hecho, fueron los bichos los que debieron de salvarlo, porque se habían comido todo el tejido muerto. Así que allí estaba yo, intentando hablar con el chaval y aguantarme las arcadas a la vez, para no vomitar. A él le dio igual; tenía mucha fiebre y estaba ido. No tenía ni la menor idea de qué vendas utilizar. Al final, comprobé cuáles le habían puesto y usé las mismas. Tenía músculo y hueso. De los gusanos no había ni rastro, gracias a Dios, porque creo que me habría largado. Lo dejo, me voy a mi casa. Esta mierda que la haga otra, yo no la pienso hacer. Tuve que esconderme en el cuartito de la limpieza, entre las fregonas y las escobas, para recuperarme, mentalizarme y ocuparme de los demás.

7. Extracto 7

Tuve un amigo, uno de verdad. Se llamaba Bobby y llevaba dieciocho meses allí. Había extendido el tiempo de servicio porque lo habían destinado a Phu Bai con la Policía militar y allí se había hartado a follar y tal. Le prometieron un trabajo fácil, así que fue y se volvió a alistar… Y lo metieron en infantería. Así fue como nos conocimos. Llevábamos unos cascos de camuflaje viejos, con una tira de goma en la parte inferior para meter las cerillas y el repelente para los bichos. Del de Bobby colgaba una cabellera arrancada, y si lo veías desde atrás parecía que tuviera el pelo muy largo. Siempre tenía cara de mala hostia y se pasaba todo el santo día hablando de motos, motos y más motos: «Cuando vuelva a casa me voy a comprar una Harley de puta madre y me voy a pasar el día montado en ella». El día que se lo cargaron, Bobby y yo habíamos discutido sobre cuál de los dos iba a abrir camino, porque los dos queríamos ir delante. Íbamos a tender una emboscada nocturna antes de que oscureciera del todo. —El camino lo abro yo, hostias —le dije. —No —me respondió—. Déjame a mí. Llevaba un uniforme nuevo. Había limpiado el arma hasta dejarla reluciente, y también las botas. —¿De dónde coño has sacado ese uniforme? —Lo tenía guardado para una ocasión especial. —Ocasión especial, mis cojones. —Sí, la ocasión especial es que esta noche abro camino. —Que no, tío, que hoy me toca a mí. Ayer fuiste tú delante; hoy me toca a mí. —No, en serio, voy yo. —Vale, pues ve tú. —Había terminado hinchándome los cojones, ¿sabes?—. Pero voy a ir pisándote los talones, cabrón. Voy a ser peor que tu sombra. Y eso pensaba hacer. Bobby llevaba desde el día que lo conocí diciéndome lo mismo: «No se te ocurra jamás atravesar una verja si está abierta. Nunca». Mientras saltaba la valla, estuve a punto de decírselo yo a él: «No pases por la verja abierta, Bob». Pero, joder, fue poner un pie en la verja y una carga explosiva le estalló de pleno. Se quedó allí tirado, chillando: —¡Me voy a casa! ¡Me voy a casa! A mí me alcanzaron unos pedazos de metralla y quedé cubierto de su sangre, su piel y toda la mierda. Me acerqué a él y no supe si llorar, chillar o volverme loco. Se lo llevaron envuelto en vendas; el sanitario tuvo que usar todas las que llevaba. Le faltaba una pierna y el pie de la otra, y tenía la cara negra y chillaba: —¿Dónde está mi moto? ¡Mi puta moto! ¡Que me voy a casa! ¡A casa! —Joder si te vas a casa —le contestó el sanitario. En el hospital estuvo así, en bucle y sin dormir, hasta el mediodía del día siguiente, cuando la palmó.

8. Extracto 8

El pabellón estaba dividido en dos: en un lado estaban nuestros soldados y en el otro los vietnamitas. Los turnos eran rotatorios: un día tratabas a los soldados y al día siguiente a los… odio usar esta palabra, pero es lo que eran, un puñado de gooks (Término peyorativo de origen incierto para referirse a las gentes del Este y el Sudeste Asiático. Lo utilizaron sobre todo los soldados estadounidenses en las guerras de Corea y Vietnam). Cuando llegué, me di cuenta de que a los vietnamitas no los trataban igual que a los GI, y pensé: «Estas tías, ¿quién coño se creen que son? No pueden hacer esto. Las personas son personas y punto». Al cabo de seis meses, hacía lo mismo que ellas. Me daba igual que fueran civiles que se hubieran visto atrapados en fuego cruzado o que tuvieran una herida en la cabeza — admitíamos todas las lesiones craneales y a los civiles heridos por los nuestros—. No querías ocuparte de ellos, y punto. Al final, incluso te molestaba que te tocase ir a aquel lado del pabellón. Si andábamos escasos de medicamentos, en lugar de ser justos y darle a cada paciente la dosis que le correspondía, se los dábamos solo a los GI. Si no había bastante para el día siguiente, los vietnamitas no recibían la dosis que necesitaban: las guardábamos para los soldados americanos que estuvieran en peor estado de salud. Sé que muchos chavales se sentían mal por eso. Los médicos ni preguntaban, porque sabían que no había suficientes y no querían saber cómo los administrábamos.

9. Extracto 9

El piloto era casi un recién llegado y no tenía experiencia de vuelo en combate. Volábamos en un L-19, también llamado Bird Dog, que es básicamente un Piper Cub con dos asientos, uno delante y otro detrás. Además, tenía un juego de mandos extra que se podían acoplar en el asiento trasero. Normalmente, solía colocarlos, simplemente porque pilotar yo mismo el aparato era más sencillo que decirle al piloto adónde me quería acercar. Pero esta vez me monté con tanta prisa que no acoplé los mandos a mi asiento. Mientras sobrevolábamos un río, vi algo que se asemejaba a un puentecito que no había visto antes. —Sobrevuela en círculos —le indiqué al piloto—. Quiero echar otro vistazo a aquello. Hizo un giro de trescientos sesenta grados y descendió muy cerca del suelo. Las últimas palabras que le dije al piloto fueron: —Estás volando demasiado bajo. Las suyas fueron: —¡Qué va! Remontaré antes de que se den cuenta de que estamos aquí. Era una técnica que utilizábamos en los vuelos de reconocimiento. Si vuelas justo por encima de las copas de los árboles, hasta un avión poco potente es capaz de remontar el vuelo rápidamente, tanto que, para cuando quien está en tierra lo oye y levanta la vista, ya no tiene tiempo de coger el arma y dispararte. En un lugar llano, esa técnica funciona de maravilla. Sin embargo, en las montañas, donde el enemigo puede estar en un punto más elevado que tú, la cosa cambia. Aunque nunca sabré lo que pasó con exactitud, estoy convencido de que al piloto le alcanzó la ráfaga de disparos de un arma automática. Creo que lo mató una bala disparada desde tierra. A mí también me dieron. ¿Ves esta cicatriz que tengo en la cara? Nos estrellamos y el avión explotó y ardió. Lo primero que recuerdo tras recuperar la consciencia fue a un montagnard que tiraba del anillo de mi dedo con una mano y sacaba el machete con la otra. Decidí donar el anillo por la causa. Los primeros tres días me pasé casi todo el tiempo inconsciente; cuando me despertaba, estaba básicamente acojonado. Sentía mucho dolor, así que los primeros meses no estuve muy seguro de lo que pasaba. Tenía tres vértebras fracturadas, quemaduras graves en las dos piernas y algunas heridas internas, además de lo magullado que me había dejado el accidente. Pasé por lo menos un mes escupiendo sangre. Había seis o siete soldados del Vietcong y ninguno de ellos hablaba inglés. Pasé casi un año entero sin entrar en calor, vestido con harapos y sin medicación. La comida consistía en un cuenco de arroz y verdura hervida, dos veces al día. La carne solo la olía una vez al mes. Según mis cálculos, mi peso bajó de sus ochenta kilos habituales a unos cuarenta. Podía rodearme la muñeca con el pulgar y el índice y subir hasta el hombro sin separar los dedos. Si me sentaba con las rodillas juntas, podía pasar el puño de lado entre los muslos sin rozarme siquiera la piel. Al cabo de unos meses, el pelo y la barba me habían crecido tanto que tenía un aspecto bastante salvaje. Pero mi apariencia les daba igual, a no ser que quisieran exhibirme ante las tropas vietnamitas o los lugareños. Lo hacían para humillarme, para que todo el mundo viera que eran capaces de derrotar a aquellos americanos tan poderosos. Antes de ponerme una soga al cuello para exhibirme ante la gente, me cortaban el pelo y me obligaban a que me afeitara. Al final, caí en la cuenta de por qué lo hacían. Para los orientales, la barba era un signo de virilidad y de poder, hacía a un hombre respetable y digno de veneración. Dejar a un americano con barba habría sido como decir que merecía el mismo respeto que un anciano.

Privarte de la medicación era otro de sus métodos para deteriorarte y obligarte a colaborar. Me seguían machacando con el cuento de «si cooperas te dejaremos volver a casa. Cuando comprendas la verdad, sabrás lo que tienes que hacer. En cuanto nos demuestres tu buena fe, te dejaremos ir a casa». Demostrar tu buena fe significaba hacer lo que te dijeran. En mi caso, querían que escribiera un manifiesto político y lo firmara, pero me negué. Al final, lo escribieron ellos por mí, pero también me negué a firmarlo. Ahí fue cuando empezaron las torturas físicas graves. Al principio no fueron muy originales, me azotaban con una vara y ya está. Pero, con el paso del tiempo, los métodos de tortura empezaron a ser cada vez más sofisticados, sobre todo cuando me trasladaron a Vietnam del Norte. Uno de los métodos más efectivos que tenían era el truco de la cuerda. Me ataban todo el cuerpo en una posición extremadamente incómoda y me dejaban así un par de días. El dolor es un mecanismo de defensa natural del cuerpo. Si tocas algo que está muy caliente, el dedo manda una señal al cerebro y este, en milésimas de segundo, manda un impulso a los músculos para que quiten la mano de ahí. Es un sistema de impulsos eléctricos y, como cualquier otro, el sistema nervioso humano tiene sus propios disyuntores, ya que el cerebro puede tolerar una sensación de dolor limitada antes de que le cause daño. Cuando el dolor es demasiado intenso, esos disyuntores bloquean la sensación de dolor. Estoy seguro de que has oído hablar de casos de personas que pierden las piernas o los brazos en un accidente, de tráfico o de otro tipo, y dicen que no sienten nada. Al cabo de unos días, cuando el dolor comienza a aparecer, los médicos se sienten aliviados, porque eso significa que están mejorando. El dolor debe disminuir para que puedan sentirlo. Ese mismo principio se aplica a la tortura. Las palizas no son un sistema de tortura efectivo porque tras los primeros golpes no sientes nada. Obligar a una persona a ponerse en una postura extremadamente incómoda y a que permanezca así causa un dolor atroz, pero no el suficiente como para activar esos disyuntores. Una vez me metieron en una jaula de unos cincuenta centímetros de ancho que no tendría más de metro y medio de largo. Yo soy más ancho de espaldas y mido bastante más de metro y medio, así que imagínate lo que dolía y me agarrotaba. Me encadenaron de pies y manos con unas esposas muy apretadas, me metieron por la fuerza dentro de la jaula y me dejaron allí tres meses. Me había negado a postrarme ante ellos. A los tres meses me sacaron, me dieron una paliza de la hostia y, al final, claudiqué, aunque tuvieron que sudar la gota gorda para conseguirlo. Cuando terminó ese primer interrogatorio, estaba físicamente muy débil y mentalmente agotado. Al final, firmé el manifiesto. El objetivo es resistir hasta el final, pero cuando llegas a esos extremos y te das cuenta de que o te vas a morir o te vas a volver loco —dos opciones muy probables—, tienes que decidir si de verdad vale la pena morir por eso.

Estuve cinco años sin hablar ni ver a otro americano, que es una de las formas de tortura más crueles. Todos nos veíamos obligados a desarrollar algún tipo de ejercicio mental. Una de mis primeras experiencias con el aislamiento fue recordar todo tipo de cosas que había olvidado hacía mucho tiempo. Descubrí que recordaba los nombres de todos mis profesores del colegio, por ejemplo. Las canciones infantiles que había aprendido de pequeño volvieron a mi mente con toda claridad. Me divertía jugar con los recuerdos. Algo que me había ocurrido en sexto curso o el momento en que había construido mi casa del árbol bastaban para llenar un día entero. Mi primer recuerdo se remontaba a cuando tenía dos años y nos habíamos mudado a una casa nueva. Era importante vivir en las fantasías. Yo mismo me ascendí a general del Ejército, me lancé sobre Hanói en paracaídas con una división de asalto aéreo y ganamos la ciudad. También empecé a hacer cálculos mentales con operaciones aritméticas. Diseñé la casa de mis sueños, la que yo mismo construiría algún día. Y cuando tuve el diseño completo, decidí dar un paso más y construirla. Y eso hice, en mi mente, a tiempo real. Me pasaba el día con los ojos cerrados, y en mi mente estaba allí, supervisando las excavadoras que cavaban para levantar luego los cimientos. Si suponía que tardaría tres días en levantar los cimientos de la casa, me pasaba tres días trabajando mentalmente en ello. Y así construí la casa entera. Tardé unos seis meses. Cuando la terminé, quedé muy satisfecho. Decidí que lo siguiente que haría para matar el tiempo sería calcular cuánto me había costado. No tenía nada donde escribir, pero empecé a calcular el precio de los metros de tablones de madera, el número de ladrillos y bloques de cemento, los tubos de cobre, los cables eléctricos, las instalaciones fijas y los pomos de las puertas y el material de ferretería. Ponía un precio a cada uno de los elementos, según podía recordar, y lo iba sumando. Pasé mucho tiempo pensando en todas las religiones del mundo e intentado decidir si Dios existía o no. Creo firmemente que sí. Construí una preciosa capilla de piedra en mi mente y cada domingo por la mañana me despertaba junto a mi mujer y mis hijos, desayunábamos e íbamos a la iglesia. Nos sentábamos juntos en la capilla que yo mismo había construido, cantábamos los himnos y escuchábamos el sermón que le había preparado al pastor. El domingo siempre era un buen día.

10. Extracto 10

Cuando regresé de Vietnam, no esperaba que me recibieran como a un héroe, pero sí esperaba tener un trabajo digno. Creía que el gobierno se ocuparía de nosotros. Pero éramos los hijos de Kennedy y él ya no estaba cuando volvimos, así que nos jodieron.

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