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Ocio y Cultura 12/05/2023 · Diego Fernández

10 extractos del libro 'Milagro en los Andes' de Nando Parrado

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"El viernes 13 de Octubre de 1972 un avión de las Fuerzas Aéreas uruguayas en el que viajaba un equipo de rugby y sus acompañantes con destino a Santiago de Chile se estrella en la Cordillera de los Andes. Sólo dieciséis de los cuarenta y cinco pasajeros que viajaban en el avión sobreviven a la catástrofe. Las terribles. Las terribles temperaturas, los aludes, el hambre, y, sobre todo, el miedo a no ser rescatados irán minando la esperanza y las fuerzas de los supervivientes que se verán obligados a enfrentarse al horror de alimentarse con la carne de sus compañeros muertos en un acto desesperado por conservar la vida. Al límite de sus fuerzas, Nando Parrado emprenderá con dos compañeros un agónico viaje que los llevará a cruzar los Andes en busca de ayuda. Sus esfuerzos se verán recompensados y, finalmente, tras setenta y dos días de infierno, serán rescatados."

· Pelicula online Viven (1993)



1. Extracto 1

Era viernes 13 de octubre. Bromeábamos sobre el hecho de estar cruzando los Andes en avión en un día que para nosotros era de mala suerte, pero los jóvenes hacen ese tipo de bromas con mucha facilidad. Hacía un día que habíamos salido de Montevideo, mi ciudad de residencia, y nos dirigíamos a Santiago de Chile. Ese vuelo chárter en un avión Fairchild turborreactor de dos motores llevaba a mi equipo de rugby, el Old Christians Rugby Club, a jugar un partido amistoso contra uno de los mejores equipos chilenos. Había cuarenta y cinco personas a bordo, incluidos cuatro miembros de la tripulación (piloto, copiloto, mecánico y azafata). La mayoría de los pasajeros eran mis compañeros de equipo, pero también nos acompañaban amigos, familiares y otros seguidores del equipo, como mi madre, Eugenia, y mi hermana pequeña, Susy, que estaban sentadas al otro lado del pasillo, una fila por delante de mí. En un principio íbamos a volar a Santiago sin escalas, un viaje de unas tres horas y media. Pero a las pocas horas de vuelo, las malas condiciones meteorológicas en las montañas que teníamos que sobrevolar obligaron al piloto del Fairchild, Julio Ferradas, a tomar tierra en la antigua ciudad colonial española de Mendoza, situada justo al este de las estribaciones de los Andes.

2. Extracto 2

Estábamos atravesando el paso del Planchón. Panchito seguía en la ventana pero, como estábamos inmersos en una espesa niebla, no había mucho que ver. Pensaba en las chicas que Panchito y yo habíamos conocido en nuestro último viaje a Chile. Habíamos ido con ellas a la zona costera de Viña del Mar y habíamos salido hasta tan tarde que casi nos perdemos el partido de rugby a la mañana siguiente. Habían accedido a volver a vernos este año y se habían ofrecido a recogernos en el aeropuerto, pero nuestra escala en Mendoza nos había retrasado. Aun así, esperábamos que pudiéramos encontrarlas. Estaba a punto de comentarle esto a Panchito cuando el avión se ladeó y bajó de repente. Notamos cuatro golpes bruscos cuando la parte central del avión esquivó con gran esfuerzo las zonas de turbulencia. Algunos de los muchachos gritaron y vitorearon, como si estuvieran en la montaña rusa de un parque de atracciones. 
Yo me incliné hacia delante y sonreí a Susy y a mi madre para tranquilizarlas. Mi madre parecía preocupada. Había dejado el libro que estaba leyendo y le había dado la mano a mi hermana. Quería decirles que no se preocuparan pero, antes de que pudiera hablar, el estómago me dio un vuelco; el fondo pareció desprenderse del fuselaje y el avión descendió lo que debían de ser cientos de metros de altura. 
Ahora el avión daba tumbos y se inclinaba a causa de las turbulencias. Mientras los pilotos luchaban por estabilizar el Fairchild, noté el codo de Panchito en el costado. 
—Mira eso, Nando —dijo—. ¿Deberíamos estar tan cerca de las montañas? 
Me incliné para mirar por la ventanilla. Estábamos volando en medio de un espeso cúmulo de nubes pero, a través de los claros podía ver una impresionante pared de roca y nieve que pasaba a gran velocidad. El Fairchild daba bruscas sacudidas y la punta del ala ladeada no estaba a más de siete metros de la montaña. Durante un segundo más o menos, me quedé mirando incrédulo y entonces los motores del avión rechinaron mientras los pilotos trataban desesperadamente de hacer subir el avión. El fuselaje empezó a vibrar de una forma tan violenta que temí que se rompiera en pedazos. Mi madre y mi hermana se giraron para mirarme por encima de sus asientos. Nuestras miradas se encontraron durante un instante, justo cuando un fuerte temblor sacudió el avión. Se produjo un terrible chirrido, como si estuvieran afilando un metal. De repente vi el cielo sobre mi cabeza. Una ráfaga de aire gélido me golpeó la cara y me di cuenta, con una tranquilidad extraña, de que las nubes remolineaban por el pasillo. No había tiempo para recapacitar, rezar o sentir miedo. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces una increíble fuerza me propulsó del asiento y me abalancé hacia delante, sumergiéndome en la más completa oscuridad y silencio.

3. Extracto 3

Mientras permaneciera en el suelo del avión, a merced de la corriente de aire, no habría forma de entrar en calor. Pero el frío no era lo único que me preocupaba. También sentía un dolor palpitante en la cabeza, una percusión tan aguda e intensa que parecía que hubiera un animal salvaje atrapado en mi cabeza arañándome desesperadamente para salir. Con cuidado me llevé la mano a la coronilla. Noté coágulos de sangre seca enredados en mi pelo y tres heridas sanguinolentas que formaban un triángulo irregular a unos diez centímetros por encima de la oreja derecha. Sentí que algún hueso roto sobresalía bajo la sangre coagulada y, al apretar ligeramente, noté una esponjosa sensación de elasticidad. Se me revolvió el estómago cuando me di cuenta de lo que eso significaba: estaba presionando partes del cráneo hechas añicos contra la superficie del cerebro. Me dio un vuelco el corazón. Me faltaba el aire. Justo cuando iba a entrarme el pánico, vi esos ojos marrones encima de mí, y al fin reconocí la cara de mi amigo Roberto Canessa. 
—¿Qué ha pasado? —le pregunté—. ¿Dónde estamos? 
Roberto frunció el ceño mientras se inclinaba para examinarme las heridas de la cabeza. Siempre había sido un tipo serio, de carácter fuerte e intenso y, al mirarle a los ojos, vi toda la fortaleza y seguridad en sí mismo que le caracterizaban. Sin embargo, había algo nuevo en su cara, algo sombrío y preocupante que no había visto antes. Se trataba de la mirada perturbada de un hombre que luchaba por creer en lo imposible, de alguien aturdido por una sorpresa que le costaba asumir. 
—Llevas tres días inconsciente —dijo, sin sentimiento en su voz—. Te habíamos dado por perdido. 
Estas palabras no tenían sentido. «¿Qué me ha sucedido? —me pregunté—. ¿Por qué hace tanto frío?». 
—¿Me entiendes, Nando? —dijo Roberto—. Nos hemos estrellado en las montañas. El avión se ha estrellado. Estamos atrapados aquí.

4. Extracto 4

A medida que los pasajeros eran rescatados uno a uno de los asientos destrozados, Roberto Canessa y Gustavo Zerbino evaluaron su estado de salud e hicieron todo cuanto pudieron para curar las heridas, algunas de ellas espeluznantes. Arturo Nogueira tenía las piernas rotas por varios lados. Alvaro, una pierna rota, al igual que Pancho Delgado. En el estómago de Enrique Platero había impactado un tubo de acero de quince centímetros como si fuera la punta de una lanza, y cuando Zerbino lo arrancó de un tirón del estómago de su amigo salieron con él varios centímetros de intestino. La herida de la pierna derecha de Rafael Echavarren era incluso más horripilante. El músculo de la pantorrilla se le había desgarrado del hueso, enrollándosele hacia delante de tal forma que colgaba en una masa resbaladiza que le cruzaba la espinilla. Cuando Zerbino lo encontró, el hueso de la pierna de Echavarren estaba totalmente al descubierto. Zerbino, tragándose el asco que sentía, agarró el músculo suelto, lo apretó para colocarlo en su lugar y después vendó la pierna cubierta de sangre con tiras de la camiseta blanca de alguien. También vendó el estómago de Platero y entonces, este último, tranquilo y estoico, se fue de inmediato a ayudar a liberar al resto de quienes estaban atrapados en los asientos.

5. Extracto 5

Todavía no entiendo que, a pesar de mi deseo compulsivo de encontrar algo que comer, pasara por alto durante tanto tiempo la evidente presencia de los únicos objetos comestibles a cientos de kilómetros a la redonda. Supongo que hay ciertas líneas que la mente cruza muy lentamente. Cuando mi mente cruzó finalmente ésta, lo hizo con un impulso tan primitivo que me dejó anonadado. Era última hora de la tarde y estábamos tumbados en el fuselaje, preparándonos para la noche. Se me fue la vista hacia la herida de la pierna de un chico tumbado junto a mí que se iba curando lentamente. El centro de la herida estaba húmedo y en carne viva y había una capa de sangre seca en los bordes. No podía dejar de mirar esa capa seca y, mientras olía el débil hedor a sangre del aire, noté que aumentaba mi apetito. Entonces alcé la vista y crucé miradas con otros chicos que también se habían quedado mirando fijamente la herida. Avergonzados, nos leímos el pensamiento y apartamos la mirada rápidamente, pero yo no podía negar lo que había sentido: había contemplado la carne humana e instintivamente la había considerado comida. Una vez la puerta estuvo abierta ya no la podía cerrar y, desde ese momento, mi mente nunca se alejaba de los cadáveres congelados bajo la nieve. Sabía que esos cuerpos representaban nuestra única oportunidad de sobrevivir pero me sentía tan horrorizado por mis pensamientos que los mantuve en silencio. Sin embargo, finalmente, no pude aguantar más y una noche, en la oscuridad del fuselaje, decidí confiárselos a Carlitos Páez, que estaba tumbado junto a mí en la penumbra.

6. Extracto 6

Durante unos instantes nadie se movió. Después, todos pusimos las manos hacia delante para unirlas y jurar que, si cualquiera de nosotros moría allí, el resto tendría permiso para comerse su cuerpo. Tras el juramento, Roberto se levantó y rebuscó en el fuselaje hasta que encontró algunos trozos de cristal y a continuación se fue con sus tres ayudantes a las tumbas. Les oí hablar en voz baja mientras trabajaban, pero no tenía interés en observar lo que hacían. Cuando regresaron, llevaban trocitos de carne en las manos. Gustavo me ofreció un trozo y lo acepté. Tenía un color blanco grisáceo y estaba duro como la madera, además de muy frío. Me recordé a mí mismo que eso ya no pertenecía a un ser humano; el alma de esa persona había salido de su cuerpo. Aun así, me costó meterme la carne en la boca. Evité cruzar mi mirada con la de cualquiera de los demás pero por el rabillo del ojo los veía a mi alrededor. Algunos estaban sentados como yo con la carne en las manos, reuniendo fuerzas para comérsela. Otros agitaban las mandíbulas con un aspecto siniestro. Finalmente, reuní el coraje y me puse la carne en la boca. No tenía sabor. Mastiqué, una o dos veces, y después me obligué a tragarla. No me sentí culpable ni avergonzado. Hacía lo correcto para poder sobrevivir. Entendía la magnitud del tabú que acabábamos de romper pero si sentía un intenso resentimiento era sólo porque el destino nos había obligado a elegir entre ese horror y el horror de una muerte segura. 
Con este pedazo de carne no satisfice mi hambre, pero se me tranquilizó la mente. Sabía que mi cuerpo usaría las proteínas para fortalecerme y retardar el proceso de inanición. Esa noche, por primera vez desde el accidente, sentí un pequeño atisbo de esperanza.

7. Extracto 7

Roy no quería malgastar las baterías, así que tras mover el dial durante varios minutos estaba a punto de apagar la radio cuando escuchamos, a pesar de los zumbidos y los chisporroteos, la voz de un reportero que estaba dando las noticias. No recuerdo las palabras exactas que usó, pero nunca olvidaré el escueto sonido de su voz y el tono neutro en el que hablaba: «Después de diez días de búsqueda sin éxito, las autoridades chilenas han decidido suspender todas las tareas de búsqueda del vuelo chárter uruguayo que desapareció en los Andes el 13 de octubre. Las tareas de rescate en los Andes son demasiado peligrosas y, después de tanto tiempo en las gélidas montañas, no hay probabilidades de que nadie sobreviva».

8. Extracto 8

Dormité durante un rato, quizá media hora, y entonces me desperté, asustado y desorientado, cuando una enorme y pesada fuerza me golpeó el pecho. Algo iba muy mal. Noté una sensación húmeda y gélida contra el rostro y un peso aplastante se cernió sobre mí con tanta fuerza que me hizo expulsar todo el aire del pecho. Tras un momento de confusión, entendí lo que había pasado: un alud se había deslizado por la montaña y había llenado de nieve el fuselaje. Hubo un momento de completo silencio y entonces oí un lento y húmedo crujido; la nieve se asentó por su propio peso y me envolvió como si fuera una piedra. Traté de moverme, pero sentía como si tuviera el cuerpo encajonado en un bloque de cemento y ni siquiera podía mover un dedo. Pude respirar unas cuantas veces de un modo superficial, pero pronto la nieve me llenó la boca y las fosas nasales, y me empecé a asfixiar. Al principio, la presión en el pecho era insoportable pero, a medida que mi conciencia se desvanecía, dejé de notar las molestias. Mi mente se calmó y cobró lucidez. «Voy a morir —me dije—. Ahora veré lo que hay al otro lado». No sentí ninguna emoción fuerte. No intenté gritar ni luchar. Me limité a esperar y, cuando acepté mi impotencia, me sobrecogió una sensación de paz. Esperé pacientemente a que acabara mi vida. No había ángeles, ni revelaciones, ni un largo túnel que llevara hacia una dorada luz llena de amor. En vez de eso, sólo sentí el mismo silencio oscuro en el que me había sumido cuando el Fairchild chocó contra la montaña. Me deje arrastrar por el silencio. Dejé que mi resistencia se desvaneciera. Era el final. Ya no habría más miedo. Ya no habría más lucha. Sólo un silencio insondable, y descanso. 
Entonces una mano me quitó la nieve de la cara y me vi arrastrado violentamente de nuevo al mundo de los vivos. Alguien había cavado un estrecho pozo de varios centímetros para llegar hasta mí. Escupí la nieve de la boca y me metí una bocanada de aire frío en los pulmones, aunque el peso que todavía presionaba mi pecho me hacía difícil respirar correctamente.

9. Extracto 9

Ignorábamos, por ejemplo, que el altímetro del Fairchild iba mal; el lugar del accidente no estaba a 2130 m, como pensábamos, sino casi a 3660. Tampoco sabíamos que la montaña a la que estábamos a punto de enfrentarnos era una de las más altas de los Andes, dado que se elevaba a casi 5180 m, ni que sus laderas eran tan escarpadas y difíciles que pondrían a prueba a un equipo de escaladores profesionales. De hecho, un alpinista experto no se hubiera siquiera acercado a esa montaña sin un arsenal de equipamiento especial, como pitones de acero, tornillos de hielo, arneses de seguridad y otros utensilios clave diseñados para mantenerle anclado con seguridad a la montaña. Hubieran llevado consigo hachas para hielo, tiendas impermeables y resistentes botas térmicas provistas de crampones y púas metálicas que les permitieran escalar o caminar por las pendientes heladas más inclinadas. Estarían en una excelente forma física, por supuesto, y escalarían a discreción, trazando con cautela la ruta más segura hacia la cima. Nosotros tres escalábamos con ropa de calle, provistos únicamente de los toscos utensilios que habíamos podido inventar a partir de los materiales rescatados del avión. Teníamos el cuerpo maltrecho por meses de agotamiento físico, inanición y exposición al frío, y nuestras experiencias pasadas habían contribuido poco a prepararnos para esa actividad. Uruguay era un país cálido y llano, así que ninguno habíamos visto nunca auténticas montañas. Antes del accidente, Roberto y Tintín ni siquiera habían visto la nieve. Si hubiéramos sabido algo de alpinismo, nos hubiéramos dado cuenta de que ya estábamos condenados. Por suerte, no sabíamos nada, así que nuestra ignorancia nos dio una oportunidad.

10. Extracto 10

A la mañana siguiente, el 21 de diciembre, el décimo día de expedición, Roberto y yo nos levantamos antes del amanecer y echamos un vistazo por el río. Allí había tres hombres sentados al calor de una hoguera. Bajé corriendo por la ladera hasta la punta de la garganta y después descendí hasta la orilla del río. Al otro lado, uno de los hombres, vestido con la ropa de trabajo propia de un campesino de montaña, hizo lo mismo. Intenté gritar, pero el estrépito del río ahogó mis palabras. Señalé hacia el cielo e indiqué con gestos la caída de un avión. El campesino se limitó a mirar. Empecé a recorrer a grandes pasos la orilla del río de arriba y abajo, con los brazos extendidos como si fueran alas. El hombre se giró y gritó algo a sus amigos. Por un momento me entró el pánico, creyendo que me tomaría por un lunático y se marcharía sin ayudarme, pero lo que hizo fue sacarse un papel del bolsillo, escribió algo deprisa y ató el papel alrededor de una piedra con un cordón. Deslizó un lápiz por debajo de la cuerda y lo lanzó al otro lado del río para que yo lo recuperara. Al desdoblar el papel, leí el siguiente mensaje: 
«Está de camino un hombre al que he mandado ir hasta allí. Dime qué quieres». 
Agarré el lápiz y empecé a escribir en el reverso de la nota del campesino. Sabía que tenía que elegir las palabras con precisión para hacerle entender la urgencia de nuestra situación y que necesitábamos ayuda inmediata. Me temblaban las manos pero, cuando el lápiz tocó el papel, ya sabía lo que tenía que decir: 
«Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Llevamos diez días caminando. Tengo a un amigo allí arriba que está herido. En el avión hay todavía catorce heridos. Tenemos que salir de aquí rápidamente y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo vais a venir a rescatarnos? Por favor. Ni siquiera podemos caminar. ¿Dónde estamos?». 
Con la intención de no perder ni un precioso segundo, ni siquiera me molesté en firmar la nota. La envolví alrededor de la piedra tal como había hecho el campesino y eché el brazo hacia atrás para coger impulso y lanzarla a la otra orilla del río.

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